Opinión

Camarero secreto de Su Santidad

Miércoles, 23 de diciembre

Hoy, en el Paseo alguien se para ante mí y me pregunta sonriente “¿No me recuerdas?” Nunca fui un buen fisonomista, así que me dice “Soy sacerdote jubilado y ejercí las parroquias de Verín y Vilardevós; conocí en sus últimos años a tu tío abuelo ‘Reverendo Monseñor Hilario Álvarez’. Y ahora que te veo, tienes algunos rasgos suyos en tu cara”.

Ay, hermano lector y lectora, hasta ahora sólo decía hermano. Pero algunas personas me sugirieron que hiciese autocrítica y no me olvidase de vosotras, lectoras. Además, tan combativas, tenéis razón. Dudé y me dijeron “es como si te resistieses al cambio”. Te cuento de mi tío, cuánto le quise, hasta tenía un título que sólo daba el papa a algunos elegidos "camarero secreto de Su Santidad". Después "capellán de Su Santidad". Se lo concedió por sus obras y sobre todo porque tuvo la valentía de llevar su sueño adelante y construir un templo que aún hoy sorprende a sus feligreses por su luminosidad y su confortable interior. Se las arregló para traer camiones de Portugal que atravesaron los enlodados caminos de la "raia" y maestros en cantería también lusitanos. No tuvo ayudas oficiales y allá en los sesenta inauguró el templo. Pienso en él y le veo como un personaje de "Cien años de soledad". El sacerdote que está ante mí me pregunta “¿Recuerdas la mañana de su entierro? Había fallecido a los cien años justos y tú fuiste, Jaimito, el atrevido protagonista del sepelio”. Ahora sí, como en una visión, viene a mi memoria aquella mañana lluviosa de su entierro. Pero dejemos que lo cuente el sacerdote que me abordó. “Allí estaban obispos y muchos miembros del clero. Tú ya eras un mozalbete. Era mediados de los sesenta, salimos de la iglesia acompañando el féretro. De pronto tú, Jaimito, como te llamábamos entonces, ante la sorpresa de todo el mundo, te apartaste de la comitiva, te situaste muy cerca de la caja mortuoria, llevabas en la mano un folio, qué valor le echaste, enseguida un gesto de silencio. Desde allí miraste al campanero y le hiciste señas para que detuviera sus tristes y lentos toques de campana. El hombre no se detuvo pero sí que bajó el volumen. Entonces recitaste el poema, lentamente, muy sentido y con voz grave”.

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Pues lo que me recordó este cura hoy en el Paseo sucedió tal cual. Puede atestiguarlo José Carlos Fernández Otero, columnista de este periódico y hoy capellán en Lisboa. José Carlos en aquellos años era secretario de aquel obispo tan polémico, Monseñor Temiño, que presidió la ceremonia. Se despide de mí el viejo sacerdote y le digo “Yo era un estudiante de bachiller y me habían impresionado ‘Las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre’. Manrique las leyó ante su tumba y yo, un joven romántico, lo imité”.

Permíteme, te cuento de mi tío Monseñor Hilario Álvarez. Pocas veces vistió sus ropas de camarero secreto de Su Santidad. Esos días impresionaba verlo: las hebillas relucientes sobre sus zapatos, la sotana morada, el mantelón morado, la borla morada sobre la birreta negra. Era un párroco de su época, la larga posguerra, inevitable, tenía algo de feudal y tres criadas que lo cuidaban. Poseía fincas y media docena de vacas. Ay, era tan exquisito que te cuento: ciertas mañanas bajaba a la cuadra, miraba una a una las vacas y señalaba con su bastón a la elegida de la que iba a beber su leche ese día. Pero hizo una gran labor en su parroquia, un pueblo de la "raia" que vivía de la agricultura de día y del contrabando en la noche. Frecuentes las largas noches en que se jugaban a la batota grandes cantidades de dinero. Gran orador, aunque sus predicaciones eran sencillas y humanas. Ayudó a muchos paisanos a pagar el billete de barco que partía de Vigo hacia Brasil o Argentina. Era muy querido en Portugal y en la guerra civil ayudó a algún republicano a refugiarse en aldeas portuguesas. Arzádegos fue siempre un pueblo honrado. El mayor orgullo de mi tío: ni en la guerra ni en la posguerra hubo venganzas, ni conflictos, ni un muerto. Y mira tú, rondaban falangistas y maquis, en los pueblos fronterizos el peligro siempre es mayor.

Cuando no había luz eléctrica en los pueblos, él logró que un alemán instalase un generador o algo así, de tal manera que tenía luz eléctrica en todas las habitaciones de su caserón. En los sesenta, cuando no había ninguna televisión en la comarca, él adquirió un aparato que logró que se viese con bastante nitidez. Cierto, un líder, con frecuencia convocaba a los párrocos de un lado y otro de la "raia". Recuerdo que los del país vecino se burlaban: “los curas gallegos os preocupáis más de los muertos que de los vivos”. Lo mismo me dijo el ya mítico padre Fontes en Vilar de Perdizes.

Era mayo del 62 y yo tengo grabado aquel día en mi memoria. Se jugaba la final de la copa de Europa Real Madrid - Benfica. En la "raia" las aficciones estaban enardecidas. Como la de mi tío era la única televisión en que se podía ver el partido, autoridades de Verín y de Chaves acudieron a presenciar el encuentro. Entonces crecía el odio recíproco entre portugueses y españoles, empujado por el régimen. En la sala no cabía una mosca. Las tres criadas servían vino de la casa aquí y allá. Cielo santo, era el Real Madrid de Di Stéfano, PusKas y Gento, pero el Benfica tenía una leyenda, Eusébio. Altaneros, los españolitos comenzaron a burlarse porque el Madrid se adelantó con dos goles. Pero apareció Eusébio y el Benfica se impuso 5-2. Como si apareciese el odio fomentado entre los dos países. Empujones, insultos, aquello iba a terminar mal. Enfurecido, un guardia con los ojos desencajados sacó su pistola reglamentaria de nueve largo. Yo me agarré a mi tío como Ulises al mástil. “¡Portugueses, fuera de aquí!” gritó. La televisión con la pantalla rota yacía en el suelo. Al fin, mi tío sacó toda su diplomacia, se subió a una mesa y logró que la cosa se fuese calmando.

(Recuerdo la última vez que lo visité. Su mirada era más profunda, como entregado por completo al "Espíritu". Me sonrió desde su palidez luminosa. Ardían con fuerza los troncos en la lareira. En una bandeja había dos vasos de leche. “Jaimito, ¿qué es la amistad?”. Yo me embarullé un poco y él dijo “Es el afecto y la lealtad entre dos personas”. Y matizó “Viene del latín ‘amare’ que significa amar”. Ay, aún recuerdo el dulce sabor de aquella leche. La leche de la vaca que él había elegido.)

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