Opinión

Cuando llegaba el tren de los abuelos

El sol tenía la sutileza de un yogur de vainilla. La suavidad de la brisa estival en la costa gallega, en día de bandera verde y salitre. En el aire, sí, a veces danzan las copas de los árboles, pero en tierra a duras penas pestañean los tréboles y se moldea el césped que flanquea los sembrados. Días de pueblo, vidas de campo, fuerzas de mar, y amores de familia. Porque era así. Sentado en las rodillas de mi abuelo César, en el patio de casa al resol del aperitivo, veía la vida pasar con tanta curiosidad como indiferencia. Nada le importa a un niño si los brazos que lo rodean son los de un abuelo. Por frágil que parezca el anciano, por magullado que esté por el tiempo y los azares de la vida, nada ofrece más seguridad, más fortaleza. Los mayores han resistido al derrumbe de sus vidas alrededor a través de las décadas. Todo anciano es un héroe superviviente. Todo anciano reúne todo a lo que un día, aún escolares llenos de preguntas, aspiramos a ser. Antes de empezar a estropearnos, tal vez, por las tajadas de las codicias y los campos minados que oculta el almanaque de la madurez.

Me gustaban aquellos festivos. Un día sin colegio era un día con una invitación a entrar en el palco VIP más codiciado de la infancia: el premio de poder acompañar a mi abuelo en sus rutinas diarias por la ciudad. Ese viejo ritual, del desayuno al afeitado, después caminito lento y pausado hasta el quiosco de la esquina, comprar el periódico y regresar, dejándose regar la espalda por el río de sol que cortaba las aceras marcando el paso de las horas. Entonces la calle tenía menos luz y el contraste era mayor. No sé por qué. Quizá porque antes de empezar a perder la vista, y entrar en la rueda fatal de las ópticas, las cosas se ven como son. Solo los niños saben apreciar el mundo con los colores exactos con los que Dios trazó por vez primera todas las cosas.

Era la tapa de tortilla, deliciosa la del Olimpia, y el aroma de su café, fuerte y ajado. Su charla calmada, entre recuerdos e historias tan lejanas en el tiempo como mil negras noches en fila, y sus silencios colmados de serenidad. De mi abuelo aprendí una especie de ausencia que la juventud no te deja practicar. Con los ojos entornados y la mirada brumosa hacia la calle, y la sonrisa, una delgada frontera de satisfacción, y la cabeza en la lentitud de los recuerdos y las cosas, en los rincones quedos de la vida, en la contemplación de lo que ocurre en la calle. Las prisas del mundo son también un divertimento para quienes, desde la tercera de sus edades, optan por verlos pasar, ajenos ya al baile; lo que no quiere decir que estén de brazos cruzados, que no hemos conocido época con abuelos tan atareados como la de estos días. Tal vez cada generación encuentra los abuelos que necesita.

Hoy, cuando el infierno tecnológico llama constantemente nuestra atención, para que ardamos día a día entre sus demonios, añoro los días de la lenta contemplación de las cosas. Cuando las decisiones podían rumiarse, los muertos podían velarse, y los enamorados tenían tiempo de echarse de menos. Cuando la familia estaba aunque no estaba, los amigos se guardaban en el mejor de los recuerdos -y sus habilidades culinarias de los domingos no se exponían en Facebook-, y cuando llamar a alguien por teléfono era algo más que pulsar un botón.

En suerte, dicen, nos ha tocado este tiempo de la urgencia y el progreso. Y ahora que los días de vino y pesebres se nos aproximan por los pliegues del calendario, buscamos tocar tierra con el pie, y huir despacio de la zozobra de la rutina, para despertarnos en otro lugar, en medio de otra Navidad, capaz de sedar toda histeria, capaz de ennoblecer los corazones más ruines, de despertar la ternura en almas de piedra, en la contemplación de una Nochebuena entre cartones, bajo el relente salvaje de la madrugada. Nos abruma la soledad cuando se hace evidente, pero no es mayor que la que, a ratos, se despliega con violencia en nuestros corazones, tan socialmente acompañados según esos fríos indicadores del universo digital.
En aquellas mañanas de niñez éramos dos, mi abuelo César y yo. Y el mundo a sus prisas, detenido, a mis pies, esperando tiempos mejores. En los gestos más sencillos -aquellas partidas de ajedrez, apurando mientras nos acechaba la hora de comer-, mi abuelo -y de algún modo, todos los abuelos- me enseñaba a vivir de otro modo, como preveniéndome ante la monótona tormenta que traería la juventud atada a los dedos de sus nubes. 
Pasaban aquí alguna Navidad, y llegaban a Galicia, de Madrid o de Alicante, y no había ilusión mayor que recibir su equipaje en casa unos días antes. Más tarde, venían ellos, César y Lola. Mis hermanos y yo, con la nariz bien roja por el frío y grandes gorros con pompones, esperábamos en el andén hasta que el Talgo iniciaba su festín de ventanillas fugaces y emitía el larguísimo y feroz chirrido del final de trayecto. En un instante de borrón, cuando el silencio de la estación estallaba en esa sinfonía histérica de ruido, distinguía la mano firme, familiar y amorosa, junto al cristal, de mi abuela. Y al rato, ya con todos en casa, es como si de pronto alguien hubiera frenado las inclemencias del invierno con el candor de la calefacción central. Y todo empezaba de nuevo. Eran semanas inolvidables. Lecciones para toda la vida. Amores de niñez, tan fuertes quizá como aquel que glosó Gil de Biedma: “amor más poderoso que la vida”.

Era así, como eran así nuestros primeros avioncitos de papel intentando surcar el cielo de casa. Yo los arrojaba para impresionar a mi abuelo y ellos, penosamente, se estampaban en la mesa del salón una y otra vez. Mil veces lo intentaba y su vuelo era cada vez más torpe y catastrófico. Cuando más elaboraba el modelo y más escogía el grosor de la materia prima, más pronto se producía el fatal accidente. Y así, a medio tiempo entre la alegoría constante del fracaso y de la pericia del azar, no perdía la ilusión por seguir intentando la gesta voladora. Quizá porque él, amor, sí, más poderoso que la vida, y su serenidad, una mar en la luna, admiraban el instante con el interés que solo un abuelo sabe mostrar por las nimias preocupaciones de un nieto. 
Benditos ellos y bendito el tesoro de su recuerdo.

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