Opinión

Cuánto vivió Julio

La última vez que nos vimos fue en un café del centro de la ciudad. Me dijo con firmeza: “Está cerca mi final”. Le respondí: “Tú siempre supiste zafarte de la parca”. Esbozó una sonrisa vagamente amarga: “Si entonces escribes sobre mí, déjate de halagos y chorradas y cuéntale al lector, por ejemplo, mi cuento favorito que me narró un piloto musulmán”. Comenzó lentamente: “El gran señor de Casablanca envió a su criado por provisiones al zoco. Pero el criado regresó enseguida pálido y lloroso: ‘Señor, he visto a la muerte en el zoco y me miró con ojos extraños’. El gran señor que amaba a su sirviente le dice: ‘Toma mi mejor caballo y huye hacia Marrakech, allí la muerte no te encontrará’. Corre el jinete hacia Marrakech. Pero el señor sale al zoco a comprar y ve rondar a la muerte. El gran señor se acerca y le dice: ‘Mi criado afirmó que lo miraste de una manera extraña’. La muerte mostró su sonrisa enigmática: ‘No, no, gran señor, sólo lo miré con sorpresa porque estaba aquí y tengo una cita con él a medianoche en Marrakech”.

Pero, hermano Julio Dorado, algo tendré que decir de ti, si no, esta columna quedará ausente de blues. Cierto, fuiste audaz, valiente y casi temerario en la vida y en los aires. La amistad para ti fue siempre sagrada. Hoy descubro aquel secreto, una madrugada jugaste a la ruleta rusa en un tugurio en Bogotá. Has sido de la estirpe de esos hombres que si se caen una, dos veces, se yerguen presto como un valeroso soldado de Aquiles. Esparcidos entre las páginas de este periódico nos dejas un montón de escritos, a fe que muchos relampagueantes y los más, perturbadores. Excúsame, hermano, si te traicioné un poco. Porque era suficiente decir “que aunque la vida perdió,/ dejonos harto consuelo su memoria”.

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