Opinión

Dignidad y realidad

Verdad y libertad en democracia exigen la existencia de unos criterios válidos para todos ante los que no haya discriminaciones ni desigualdades que funden una sociedad justa y en paz. Por eso, la dignidad de la persona y los derechos humanos constituyen el mínimo ético general y verdadero de la convivencia entre los hombres y garantizan la libertad solidaria.

En este sentido, una de las cuestiones más importantes admitido el carácter central de la dignidad humana, es el de su fundamentación. Un asunto de gran relieve  porque cuando se basa -la dignidad humana- en el acuerdo o en el consenso, en la racionalidad, resulta, por paradójico que parezca, que se pueden justificar conductas que lesionan la misma dignidad humana. Pensemos en la muerte de enfermos terminales, en las torturas, en la muerte de los concebidos, en el trabajo infantil, en la explotación laboral, y en tantas lesiones y atentados al ser humano como hoy existen entre nosotros. 

Por eso probablemente la única explicación que garantice la existencia de ese mínimo ético imprescindible para garantizar la dignidad de todos los seres humanos sea la aproximación trascendente al hombre ya que, parafraseando a Mariel, la dignidad no se puede preservar más que con la condición de llegar a explicar la cualidad propiamente sagrada, absoluta, que le es propia, y esta cualidad aparecerá tanto más claramente cuando más nos aproximamos ante todo ser humano considerándolo en su desnudez y en su debilidad, al ser humano desarmado que encontramos en el niño, en el anciano, en el enfermo, en el pobre, en el desvalido, en el que sufre, en el abandonado o excluido. 

El ser humano, como decía Kant, es un fin en sí mismo. Un fin que hoy, no hay más que asomarse a la realidad, se convierte en medio para tantos fines demasiadas veces. Demasiadas.

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