Opinión

Los dispositivos revolucionarios

En los estertores del verano ha llegado el mejor cielo de la temporada por lo que no es extraño volver a la playa en cuánto se puede. Pues bien, ahí estaba yo el sábado pasado cuando a mi lado un trío de dos hombres y una mujer, desinhibidos en el tono de la conversación mientras manejaban sus teléfonos buscando datos que se pasaban como si sus bocas fueran simples altavoces, me desviaron la atención del papel a ese otro libro oral abierto; escuché, créanme que sin necesidad de poner la oreja, entre otras cosas, cómo se preguntaron mutuamente cuándo era el día del Pilar, calculando equivocadamente el mes de noviembre aunque en distinto día, por lo que decidieron consultar al sabio profesor Google. Los muchachos manejaban los aparatos como podemos manejar cualquiera de mi generación un lápiz, tan fácilmente, a pesar de tanta ‘aplicación e información abierta’, que me sentí por un momento verdadero analfabeto; hasta la aparición del doce de octubre, ¡bendito día del Pilar!, que resultó como voto de confianza a mí alfabetización, al tiempo que disparó el contrario hacia el tipo de progreso de conocimiento que proporcionan los dispositivos modernos, que más bien parece vayan a externalizar cerebros. 


La anécdota me sirvió en bandeja la reflexión sobre la inconveniencia de abusar de la tecnología en el campo de la educación. Porque parece que lo correcto hoy sea sumar instrumento al proceso educativo, tal como este año hará la Xunta en distintos centros de Infantil como nuevo método pedagógico basado en la utilidad del ordenador e internet para aprender más y mejor. Mi cautela sobre esto la manifesté en su día públicamente con ocasión de la introducción del ordenador en los campamentos de verano de la Xunta, cual si fueran estos aparatos otros niños más con los que aprender a convivir en la naturaleza; la misma lógica en el fondo, o utilitarismo de comodidad en los cuidadores, que cuando ponemos la televisión al bebé para que no llore y nos distraiga de nuestra Tablet. Pues ¡toma del frasco, Carrasco!, porque hoy leo un estudio de la Universidad de Cambridge que informa sobre los menores más expuestos a la televisión, móvil, tabletas u ordenadores, que tienen un peor rendimiento escolar. Pero es que, además, leo también que la Academia Americana de Pediatría incluía ya en su guía de finales de 2013 una contundente recomendación: ‘los niños no deberían permanecer delante de una pantalla más de dos horas, y si no tienen más de dos años ni un minuto’.

Durante el tiempo ante las pantallas, dicen los expertos, el proceso de atención sostenida lo realiza el aparato y los niños no tienen que hacer nada; sin embargo, con la lectura, juegos tradicionales, jugar en campamentos de verano, simplemente atendiendo las explicaciones del profesor, aprenden y maduran en este proceso tan importante de prestar atención. Así que Xunta, papás y demás animadores del uso de estos aparatos en la infancia, ¡ojo!, no vaya a ser que la obesidad, agresividad o falta de sueño no sean las únicas consecuencias del abuso de ellos; todo en su justa medida, que diría el Estagirita. 


Pero también socialmente parece que tenga malas consecuencias el andar colgados de estos dispositivos tecnológicos, porque nos van invadiendo de manera personal desde esos millones de páginas web, redes sociales o aplicaciones que nos van conformando sibilinamente sin darnos cuenta y haciéndonos solitarios. No es de extrañar lo que piensa el filósofo Agamben de que hoy tenemos el cuerpo social más dócil y cobarde de toda la historia, pues tantos dispositivos nos mantienen peligrosamente distraídos de nosotros mismos prestando atención a cantidad de mensajes que nos advierten sobre salud y otras cuestiones de riesgo que, precisamente porque somos más individuales y estamos más solos, nos meten más miedo en el cuerpo que otra cosa. Así que menos revolucionarios dispositivos tecnológicos sustitutivos de nuestro cerebro.

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