Opinión

El tumba dios

Miércoles, 11 de noviembre

Hermano, cerraron los bares. Como si se parase el corazón de la ciudad, como si no palpitase. Las persianas bajadas y los locales parecen sepulcros. No sé si te ocurre al caminar que sientes mutilados los brazos de alguien que te abrazaba.

En Ourense siempre hubo excelentes generaciones de barmans. Ay, aquellos impolutos camareros del Hotel Roma. Qué grandes profesionales pasaron por la sala Auria, por el Hotel Miño, y antes por aquellos café-teatros como el Royalty donde de niño sirvió Blanco Amor llevando jarras de agua fría a las mesas donde los caballeros montaban unas discusiones del carajo. A lo largo de mi vida he tenido algunos cafés y bares que formaron parte de mi biografía personal. He conocido barmans más eficaces que el diván del psicoanalista. He escrito mucho del café más antiguo de Madrid, El Comercial, donde el solícito camarero no sólo te mimaba sino que ejercía, por supuesto que sin interés, de prestamista. Inevitable, el Gijón de toda la vida, por allí me dejaba caer con Carlos Oroza y nos sentábamos en la tertulia de aquel pintor excéntrico y con talento “Laxeiro”. Tenía una norma “si eras da terra estabas invitado”. El poeta Víctor Campio me contó que todavía asistió a tertulias en el Café Pombo donde el propietario, si no tenías un duro, te cambiaba el café por un poema que después colgaba en la pared de las tertulias. Me hubiera gustado conocer el Café Imperial allá en la Puerta del Sol donde una tarde lluviosa Valle Inclán perdió un brazo siguiendo el consejo de Cervantes “Por la honradez ha de jugarse la vida”. El Fuyma donde en los años de la guerra civil escribía Hemingway sus crónicas para periódicos norteamericanos. Inevitable, he de nombrar el Manila que inmortalizaron Almodóvar y José Luis Garci en sus películas. Un icono. Su jefe de barra era Toni, un ourensano, me guiñaba y discreto me servía un gin tonic. ¿Qué será de él? Jamás me cobró.

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Jueves, 12 de noviembre

Estoy en mi ventana indiscreta y pienso en esta infeliz ciudad sin bares. En un mundo sin bares:

Ay, hermano lector, dónde te refugiarás en los días frágiles.

Dónde te refugiarás para zafarte de los demonios que te acosan. 

Dónde está mi ventana, mi periódico, mi café humeante y mis amigos en torno a la mesa.

No escucharé la frase arrogante “esta ronda la pago yo”.

Dónde estará aquel barman salmantino que me contó “He quitado al menos a tres clientes del suicidio”.

Dónde están esos locales: entras con rictus gélido y sales con una leve sonrisa.

Aquel camarero, si te veía triste te recetaba a Cervantes “amigo, paciencia y barajar”.

Qué tristeza, algunos todavía toman al barman como alguien servil lacayuno.

¿Recuerdas? Años sesenta, abre el Alaska, la primera cafetería al estilo americano, la ciudad se deslumbra.

Los bares de posguerra con el cartel “se prohíbe cantar, bailar y blasfemar”.

Aquel barman parisino que servía en los setenta a los exiliados republicanos españoles: “Un hombre sin cicatrices es muy poco de fiar”.

Cierto, hubo una villa que tuvo cinco bares abiertos toda la noche, juego y juerga. Te hablo del Verín fronterizo y clandestino de los setenta donde corría el dólar como en Tijuana.

Cuando presientes que has de tener cuidado con la vida, dónde vas a estar mejor que en tu local favorito.

Sé de un barman, mejor no apuestes con él: entra un cliente por la puerta y él te dice cuánto lleva en el bolsillo, cuánto debe a los bancos, cuáles son sus heridas y la propina justa que va a dejar.

Cielo santo, el bar más salvaje, más de una noche estuve allí, años setenta, Compostela. “Póngame un tumba dios”. Te colocabas de espaldas pegado al mostrador, inclinabas la cabeza, “abre bien la boca” y él iba echando su cóctel mortal. Ahora whisky, ahora licor café, ahora Martini, ahora coñac Veterano, ahora aguardiente, si aguantabas proseguía, después te daba una palmada en la espalda, te erguías…

(Contemplo la ciudad desde mi ventana indiscreta y, cierto, siento algo así como un síndrome de abstinencia de mis barmans favoritos. Rindo mi homenaje a quienes están detrás de la barra. Ay, Jose en el Latino. Llevo tiempo sin que me sirva su café tan exacto y humeante. Es de la escuela de los barmans de Nueva York. Paciente, el maestro a lo largo de los años ha ido formando a generaciones de jóvenes camareros que se iniciaron con él. El otro día me mostró con orgullo una foto en la que sirve un cóctel a Armstrong, el hombre que pisó la luna. Me contó: “Me atreví a preguntarle ‘¿llegó allá?’ él sonrió, dos palmadas y una buena propina”. Ah, el Latino, allí escribo ante la mirada sabia del veterano barman mientras suena música de jazz. Extraño las conversaciones al final de los conciertos allá a las dos de la madrugada. Momentos mágicos, hombre de mundo al fin, servía cálido un cóctel especial a los músicos. Cuántas risas y conversaciones desquiciadas. 

Siento la ausencia de otro barman amigo. Siempre me sorprende, el otro día va y me pregunta “¿Sabes cuál era la bebida favorita de Oscar Wilde?” Me encogí de hombros “El absenta, hermano, la bebida favorita de la bohemia”. Te hablo de Quique, en su Frade. Jazz, blues, Johnny Winter y sí señor, el hechizo de convertir un plato en una obra de arte. Corre de boca en boca. Vamos, a este paso pronto vendrán vuelos chárter a su puerta. Hemingway, buscador de locales con magia, se pondría las botas en esta ciudad. Ciertos días desaparece y se pierde en las montañas, otros se encierra a pintar en su madriguera, pero siempre regresa a su alma, el Frade. 

Alguien grita por las calles “¡Sin bares estamos desvalidos!”).

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