Opinión

El viaje de Lucía

Hoy me vestiré como si fuera a poder saborear la calle. Dejaré el chándal aparcado por unas horas e imaginaré sentir de nuevo los aires de libertad, tantas veces cantados por poetas. Mientras busco en el armario algo de color, no puedo evitar sentir una carga de culpabilidad. El encierro aún no ha cumplido ni sus primeros quince días y a mí me falta aire.  Anhelo la paz que regala la seguridad de que todo irá bien, o razonablemente bien. Y es en ese momento cuando, de manera inconsciente, busco desde mi habitación la ventana de Lucía. ¿Cómo vivirá ella esta ansiedad colectiva que recorre el país por estar encerrado? ¿Se conmoverá con nosotros, nos compadecerá o, por el contrario, sentirá deseos de lanzarnos a la cara sus propias silenciadas angustias? Apenas le pongo ya rostro a Lucía. Demasiado tiempo sin encontrarnos, salvo por esas noches en vela en las que la tenue luz de su habitación dejaba adivinar su diminuto cuerpo.

Lucía lleva demasiada existencia sometida a la tiranía del confinamiento forzoso, sujeta a la inseguridad del mañana y al latir desbocado de su corazón pensando si el futuro le tendrá reservado un hueco. Mucho antes de esta pandemia, Lucía  ya estaba atrapada. Una de tantas enfermedades que hasta la llegada de este virus nos helaba el aliento. Nunca supe el nombre del enemigo de Lucía, ni falta que hacía. Me acostumbré a sospecharla tras un leve movimiento de cortina, tras una salida rápida de su madre o a través de una música demasiado moderna para mí. Lucía fue avanzando entre complicadas noches sin dormir e  interminables jornadas con un cuerpo golpeado sin piedad.  Escaló sobre el dolor propio y el dolor de los suyos. Sin heroicidades, sin guerras ni batallas, sin valentías Lucía se fue curando. Lo hizo agarrada a la mano de su gente y con la soledad que trae la enfermedad. Porque cuando ésta es larga muy pocos quedan en el camino. 

Mientras me decido por una camiseta roja, Lucía sale a la ventana. Me intriga saber qué piensa y juego a adivinarlo. Medita sobre los compañeros que, en esta compleja situación, aún no han podido abandonar el duro y peligroso viaje de esas otras enfermedades. Reconoce la crueldad de esa sentencia. A ella el miedo aún la habita y la zarandea y eso que está curada. Una voz la reclama desde el interior. Contesta con alegría y cierra la ventana. Seguro que agradece que la hayan liberado de sus propios pensamientos. Lucía merece salir a la calle más que yo. Su condena está siendo excesivamente larga. Vuelvo de nuevo a mi armario. La próxima vez que me falten las ganas intentaré recordar que esta cuarentena, que para la mayoría pasará, para demasiada gente es la propia existencia.

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