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España, un país sin contrato social

fábrica de coches
photo_camera Cadena de montaje en una fábrica de automóviles.

El contrato social que inspiraron los Pactos de la Moncloa y que enriqueció la Constitución de 1978 plantea ahora el reto de una nueva formulación política, con el respaldo de empresarios y sindicatos.

Dos siglos y medio después de publicarse El contrato social: o los principios del derecho político, del filósofo francés Rousseau –nacido en Ginebra–, el debate sobre cómo conciliar los intereses en la sociedad española –y europea– sigue abierto. Tanto es así que el profesor Antón Costas se atreve a hablar de España como un país sin contrato social, que afronta el reto de volver a reconciliar la economía de mercado, el progreso y la democracia plural. También el periodista Joaquín Estefanía se plantea la necesidad de un nuevo contrato social, convencido de que el gran pacto socioeconómico alcanzado tras la II Guerra Mundial en Occidente se ha roto. Para Costas, las políticas de austeridad han quebrado la conexión entre el crecimiento económico y el progreso social.

¿Qué es exactamente el contrato social? Sobre el papel, en ese contrato, los más favorecidos se quedan con la parte más grande de la tarta, pero a cambio los otros, la mayoría, tienen trabajo asegurado, cobran salarios crecientes, están protegidos frente a la adversidad y la debilidad, y van poco a poco hacia arriba en la escala social. Como explica Estefanía, un porcentaje de esa mayoría traspasa, incluso, la frontera social imaginaria y llega a formar parte de los de arriba. Estaríamos así ante la clase media ascendente, habitual en la Europa desarrollada y floreciente de manera intermitente en España.

En el relato de Costas, España construyó un contrato de ese tipo en la transición a la democracia a través de los llamados Pactos de la Moncloa, que firmaron partidos, empresarios y sindicatos bajo la presidencia de Adolfo Suárez. Sus propuestas serían tomadas en consideración por las Cortes constituyentes y enriquecidas por la Constitución de 1978, que añadió a ese contrato social una dimensión territorial. El poder se compartía así en el marco del Estado de las Autonomías.

Costas cree que ese contrato comenzó a resquebrajarse ya en los años noventa. La semilla fue la caída de los salarios y el retorno de la desigualdad, tanto social como territorial, y el golpe definitivo lo dio la política de austeridad, que atacó los pilares básicos de la educación, la sanidad, las pensiones y las prestaciones de desempleo. “La explosión de malestar social que provocó vino acompañada de la quiebra del sistema político tradicional, del independentismo catalán y de la aparición de nuevas izquierdas alternativas, reticentes con la economía de mercado”, resume este profesor.

Si bien el debate político se ha centrado poco en el análisis de los negocios del franquismo y en las claves empresariales de la dictadura, la literatura económica posterior a la Transición ha sido por momentos generosa a la hora de establecer vínculos entre una serie de familias y el régimen de Franco. Tanto es así que algunos apellidos siguen hoy detrás de importantes concesiones públicas, intocables, incluso, frente a los progresos de la clase media ascendente.

Sorprende que ahora que se resucita el debate sobre Franco, con el traslado de sus restos, no se profundice más en los intereses económicos del franquismo y, sobre todo, en la manera de gestionar sus malas prácticas. En este sentido puede ser de utilidad una aportación que acaba de hacer Concepción Campos, doctora en Derecho, en Mundiario. El titular de su análisis es de por sí revelador: diez empresas, el 0,01% del tejido societario, acaparan el 70% de la contratación pública en España.

@J_L_Gomez

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