Opinión

Qué grande es la crítica

Uno de los directores de cines nacionales que más y mejor se mojó para aportar al cine del periodo de la Transición un acento de nobleza del que pudieron privarle los nuevos aires de esperpéntica libertad basados en los desnudos de todas las actrices nacionales del momento, fue José Luis Garci. Mitómano irredento, melancólico y sentimental, Garci se aventuró por los caminos de un cine de autor al servicio de la reconciliación que, paradójicamente, le suministró la inquina de una izquierda intolerante y doctrinaria a quien su lenguaje irónico y suavemente crítico no le gustó nada. Le pusieron la cruz injustamente y no se avinieron a respetar su nostalgia y su amor por los perdedores, adquiridos a base de estudiar de punta a cabo a los clásicos del cine americano –en su mayor parte europeos emigrados a la meca del cine como, Fritz Lang, Ernst Lubitsch, Billy Wilder o Alfred Hitchcock- a los que siempre adoró. Personalmente siento por Garci una irrefrenable admiración y un respeto máximo. Y odio con toda mi alma los dogmatismos que, desde un lado y del otro del espectro político patrio, se han cebado en personajes de valía extraordinaria, Machado o Jardiel, por ejemplo, para iniciar una larga cuenta de abominados y represaliados por los unos y por los otros porque si hay algo peor que una derecha reaccionaria es una izquierda doctrinaria y a la inversa. 
He ido desenvolviendo este manido discurso tras sentarme en el sillón de mi casa para ver “Vértigo”, una de las mejores películas de la etapa del periodo americano de Hitchcock que, paradójicamente, nunca había tenido el placer de contemplar. Como todos los grandes realizadores y especialmente los que han dotado su cine de una inconfundible seña personal, el director inglés hizo películas extraordinarias –esta es una de ellas- y otras –las menos- decididamente malas. Le ha pasado a maestros indiscutibles y entre los nuestros le ha ocurrido a Garci. Y también a Almodóvar, con una producción sembrada de obras de arte y bodrios infumables casi a partes iguales. También le ocurrió a Buñel, quien para sus incondicionales doctrinarios e inflexibles que no admiten la crítica no hizo más que obras maestras. Pues no. Vean ustedes “Gran Casino”, “Susana” o “La hija del engaño” si tienen cuajo.

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