Opinión

Guerra sucia

Tal como se estructura la corteza cerebral, dentro de la respuesta al miedo, mientras el archicórtex desarrolla como estrategia la huida, el paleocórtex -más evolucionado-, desencadena la agresión. Valga saber que, ante la amenaza, al interfecto se le ponía la piel de gallina y los pelos de punta, antaño más próximos a la cerda, como resultado de la reacción de los músculos erectores, merced a lo que el volumen del interesado se duplicaba, disuadiendo al predador por no tener dentellada para semejante bocado o, simplemente, arredrándolo ante sus hipotéticas posibilidades.

Con la evolución humana hacia sociedades cada vez más complejas y organizadas, aunque vigente la ley del más fuerte, el miedo se perpetúa como la mejor herramienta para mantener la cohesión y el poder. No importa si por ser desposeído, privado de la libertad o la vida, por encima de ese castigo se impuso el temor a la exclusión y el abandono, lo que, más allá de dejar al sujeto a merced de cualquier peligro, suponía un aviso a navegantes acerca de la fatalidad insondable a que se exponía quien desafiara al poder establecido. Esta abstracción es precisamente la que define al miedo, la turbación que se experimenta cuando no se vive la seguridad de alcanzar las expectativas deseadas, pero, sobre todo, la congoja y zozobra ante un riesgo tan real o imaginario como indefinido.

De la burda y objetiva probabilidad de ser aplastado por un ejército enemigo, esclavizado de por vida, acabar en un lupanar o en el Circo Máximo, devorado por las fieras o convertido en el juguete roto de un gladiador, el miedo, como el hombre y las comunidades humanas, evolucionó a formas cada vez más sutiles. A fin de cuentas, el yugo de la esclavitud siempre se puede sacudir, aún al precio de la vida, pero lo verdaderamente difícil es oponerse a la fuerza del destino y la divinidad. Hacerlo suponía, invariablemente, perder la oportunidad de alcanzar cualquier paraíso postmortem.

Esa fue la jugada maestra de la autoridad, supeditar el alma y la trascendencia a la absoluta mansedumbre y obediencia que, tras una vuelta de rosca, lograda con fenómenos como la Inquisición, permitió instrumentalizar el miedo como mecanismo de control que, allende la vida y la muerte, involucraba el presente, la propia existencia y el destino de los parientes y amigos más inmediatos, expuestos a sufrir un sambenito que los relegaran de la sociedad. Pese a que la Inquisición ha dejado de actuar con violencia, reducida a un papel censor de la doctrina de la Iglesia, lo que no ha cejado es el uso del miedo como instrumento de dominio.

Tras relegar la ciencia a la religión, diluyendo el pavor a las llamas del infierno, el miedo ha maniobrado hacia nuevas tácticas: unas veces con enfermedades tan antiguas y conocidas como inabordables, otras con males de nuevo cuño, cuanto más devastadores y exponenciales mejor, que clientelicen al individuo a cambio de un remedio que, pese a la dependencia, garantice su supervivencia. Y si alguna afección acaba haciendo callo por manida, como sucedió con el sida, pronto los lobbyes y la industria abren la caja de Pandora: évola, zica, o hasta paludismo por transmisión sexual. 

Ya tardaban los políticos en echar mano de tan valioso recurso. Ésta ha sido la campaña de mayor desidia de la historia y la que ha utilizado con más ahínco el miedo como arma arrojadiza, hasta resultar soez. Sin remordimiento ni vergüenza, lejos de invocar al bienestar del país y la gobernabilidad -entre el derrotismo y el catastrofismo-, los candidatos han insistido en un discurso de temor predominante a todo: a la crisis económica, a la derechona, a la incompetencia del PSOE, el riesgo de Vox, al fascismo, la pobreza, a la fractura del estado del bienestar y hasta a la pérdida de Galapagar. Cualquier miedo ha servido con tal de eludir el compromiso. El fruto de ese lenguaje limitado y obsceno de los candidatos se ha traducido en los resultados electorales cuyos efectos objetivos se cuantificarán en el tiempo, aunque, por encima de quienes sólo se han movido por el egoísmo, el pueblo español se ha revelado unido y capaz de convivir pese a sus diferencias.

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