Opinión

La corona de la finada

Los únicos lugares de reunión a salvo de  interferencias tecnológicas son los tanatorios. Las vidas y las historias desfilan entre pésames y palabras de aliento sin que se sucumba a la tentación de llevar la mano al móvil más que en caso de necesidad inaplazable. En cualquier restaurante no es extraño encontrarte a una pareja con capacidad para resistir una comida sin mirarse el careto ni dirigirse la palabra mientras prestan atención a sus respectivas pantallas y a los comentarios en las redes sociales sobre la comida que acaban de fotografiar. Hasta en las peluquerías el cotilleo a la cara está en riesgo de extinción.

Un colega muy mirado con todo lo relacionado con la muerte y el luto regresó de un tanatorio sorprendido porque se lo había pasado mejor que en la representación de una comedia. Después de horas enjugando el lagrimal, los hijos de la difunta creyeron que si en vida se las habían hecho pasar canutas con sus travesuras, de muerta no tenía sentido cambiar el guión. Comenzaron a detallar faenas y castigos merecidos para divertimento del personal, que no podía contener las carcajadas. Los familiares y los amigos de los finados que ocupaban las salas colindantes se asomaron al recibidor para curiosear ante tanta risotada y el duelo comenzó a tener pinta de concierto improvisado. Pero con el muerto todavía de cuerpo presente, las emociones se tambalean y la caída es impredecible. 

Cada historia superaba a la anterior y los hermanos pedían vez para aportar otra trastada al monólogo. Y a la vista de que el personal incluso aplaudía ante cada anécdota, uno de los hijos cogió una corona y se puso de espaldas al público para lanzar las flores a la manera de una novia con la intención de saber quién era el siguiente en cascar. "Preparados que tiro el ramo", gritaba el guasón mientras daba vueltas con los ojos cerrados para que el sorteo fuese limpio. La estampida fue tan inmediata como la reprimenda de un propio de la funeraria con la amenaza de echar a los deudos del tanatorio. Los hermanos no podía parar de reírse y el colega se quedó hasta que cerraron la puerta para no perder ni un detalle porque con la asepsia actual hay que cumplir horario incluso para llorar a un muerto. O para reír con él. Y nadie lo grabó con un móvil.

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