Opinión

La otra farmacia, la de "Bartolo"

En los primeros años del siglo XX se registra en Ourense la llegada de un buen número de castellanos, bastantes de ellos vinculados al comercio de la alimentación. Pero no se iban al centro, elegían situarse en El Puente, naturalmente, lo más cerca posible de la estación de ferrocarril. El transporte de mercancías llegaba por este medio. Era frecuente que buena parte del personal lo hiciera en caballerías o en carros. Especialmente vendedores ambulantes que no tenían reparos en compartir alojamiento con las caballerías, y estar cerca,  de paso, de las mercancías que traían para la venta a domicilio, preferentemente, queso castellano. Así fueron apareciendo diferentes establecimientos de comidas que permanecieron en activo muchos años.

Tiedra, en la provincia de Valladolid, era un repetido lugar de origen. De allí llegó un día un vendedor con su carro, caballería y sus quesos. Se llamaba Bartolomé, y traía como ayudante a un muchacho, simpático, vivaracho, llamado Francisco y apellidado  Alvarez  Rodríguez, nuestro personaje. Cayó bien en El Puente, donde estuvieron unos días. Salieron bien las cosas y quedaron en volver. Como su jefe era Bartolomé, a él, pequeño, bajito, le llamaron “Bartolo”. Tan a gusto, que el tal Francisco no quiso volver a Tiedra y se quedó en El Puente. Primero intentó establecerse en la calle del Progreso, en Ourense; pero en poco tiempo descubrió que era más rentable la construcción y se puso a ello. En El Puente había “mucho que hacer”.

Pasó el tiempo. Encontró una muchacha de Tamallancos, formó familia y tuvieron un hijo. Vivaracho, alegre, siempre de buen humor, trabajaba a destajo. Formó su empresa y no paraba. Su hijo fue creciendo, estudió Farmacia en Santiago y regresó  dispuesto a establecerse. A “Bartolo” le gustaban mucho las esquinas, pero teniendo que guardar distancia con la farmacia Carnicero no pudo hacerlo por muy poco en la esquina Caldas y Ribeiriño. Y fue unos metros más allá  junto al puente.

Siempre estaba en la farmacia de su hijo. Parecía un viejo cascarrabias, pero era todo lo contrario. Experimentado, ocurrente, simpático, sabía de todo y animaba la vida de los clientes. Por eso, la farmacia era “la de Bartolo”. Opinaba, sentenciaba: “Es bueno ahorrar, pero no siempre. Si ahorras todos los días un duro, llegas a final de mes con treinta duros. Pero si tienes una mujer guapa, buena  y no haces uso de ella todos los días, al final no puedes echar los polvos que ahorraste, los perdiste”.

Y, natural, llegó a hablar  perfectamente gallego. Un día, tras tiempo fuera, volvieron  dos muchachas “bastante lanzadas”  que bromeaban picaronamente con él. Y lo hacían  elegantemente vestidas. “Que guapas vindes, tan ben vestidas, seica vos foi ben”. “Claro, si vestimos así e porque se pode”.  Y comentó Bartolo: “Xa vexo, xa, o que me chama atención e que non pronunciades  ben a ‘f’...”

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