Opinión

La ventana de Luisa

Desde hace dos días sube y baja las persianas con premura, lo justo para abrir ligeramente la ventana y dejar que se cuele una limitada cantidad de aire. Vive en el segundo. Salvo a la hora del aplauso, cuando distingo sus dos brazos, ya no la veo. Sé que, al menos físicamente, está bien. Luisa es una mujer independiente. Como todo el mundo vivía entre obligaciones variadas y pequeños placeres. Lo que era la existencia antes de esta cuarentena. Me la encontraba cuando volvía de la compra, cuando salía a caminar o cuando iba al encuentro de los suyos. He visto muchas veces a Luisa y en realidad no la he visto nunca. Desconozco qué obstáculos ha tenido que superar, qué muros ha derrumbado o qué sueños ha conquistado. Poco o nada sé de ella. Cuestión de tiempos modernos en los que había que correr, cada vez más rápido, no importaba hacia dónde, pero donde era esencial correr mucho. Y en ese trayecto propio no había tiempo para reconocer el patio, para compartir momentos. Reconozco que ganas tampoco.

Me detuve más despacio en Luisa con el inicio del confinamiento. Subía las persianas a primera hora de la mañana. Muy arriba. Abría las ventanas con ganas y la observaba en su devenir cotidiano, dentro de una rutina nada habitual. Todo es raro ahora. Pero Luisa se mantenía vital. Su móvil sonaba y yo la oía reír, aunque probablemente sólo lo imaginaba siguiendo su mirada a través de la ventana. Ahora, desde hace unos días, nada es así. En un descuido, el terror se ha colado por las paredes y ventanas de la casa de Luisa. Ella ya sólo acierta a balbucear. Quiere estar en la cama todo el tiempo posible y le ha pedido por teléfono a su doctora que la ayude. Quiere dormir lo que ya no puede. Intenta tranquilizarse, busca controlar el pánico que siente, evitar encerrarse en otra prisión letal. Pero no lo consigue. Cada día que pasa se culpa por alimentar al monstruo que la está dejando sin fuerzas con números y estadísticas. Pero Luisa no lo tiene fácil. En el comienzo de todo no sintió la vulnerabilidad como una roca que te aplasta. Entonces miró al peligro, lo calibró y decidió hacerle frente desde su particular trinchera. Las cosas han cambiado. Luisa está paralizada ante todo lo que escucha de forma repetitiva como un mantra, lo que se muestra de manera insistente y, lo que es más doloroso para ella, lo que intuye a cada segundo: que está condenada y que no importa. Ya no quiere saber más del virus, está muy asustada y llora. Luisa tiene 81 años. Luisa quiere vivir. Cuando esto pase, buscaré su abrazo.

Te puede interesar