Opinión

La vida de los otros

Lunes siete de la mañana, enciendo la radio. Titulares del día: los presupuestos, la sempiterna crónica política y la violencia de género que deja un fin de semana teñido de sangre, tres mujeres asesinadas en escasas veinticuatro horas. El comentario del presentador del informativo es escueto, “ninguna de las tres mujeres había denunciado y sin denuncia nada se puede hacer para evitar el crimen”.

A veces tengo la impresión de que incluso el espíritu crítico de mis colegas periodistas funciona a base de karmas y se utiliza el “no había denuncias previas” como una muletilla, una frase hecha como la de llame al 016, “no deja huella en su factura”. 

Cuando no se quieren analizar los problemas a fondo se intentan resolver con la simpleza. La Administración ha realizado cientos de campañas para concienciar sobre la necesidad de que las víctimas denuncien y, sin quererlo, ha provocado la lectura contraria: si la víctima no denuncia no se la puede proteger y por tanto su agresor la puede matar. Si rizamos el rizo, la víctima termina siendo la culpable por no haber denunciado a su marido, pareja o amante. Delirante.

¿Es justo que toda la responsabilidad de la denuncia del agresor recaiga sobre la víctima? Una mujer maltratada es una persona asustada, insegura, con su autoestima por los suelos, a veces paralizada por el miedo. Una mujer maltratada lleva tiempo sufriendo en silencio, sin ser capaz de decírselo a su propia familia, es una mujer avergonzada y que en muchas ocasiones se siente culpable. La mujer que sufre violencia de género casi siempre cree que el maltrato va a pasar, que él va a cambiar y dejará de pegarle. ¿Y es a esa mujer paralizada por el terror a quien le exigimos que vaya a la Guardia Civil o a la Policía y presente una denuncia contra su marido, pareja, contra el padre de sus hijos?

No podemos resignarnos a que la única fórmula para prevenir esta lacra social sea que la maltratada denuncie. En la gran mayoría de los casos el asesinato es el último acto de una cadena interminable de acoso y violencia. Casi siempre existen indicios, señales que el entorno familiar percibe a pesar de que la víctima lo esconda. El silencio de la familia, de los amigos, de los vecinos se convierte en el cómplice del verdugo.

Debemos cambiar la arraigada tradición de no inmiscuirnos en los asuntos ajenos, de no entrar en la vida de los otros. No podemos taparnos los oídos a los golpes en la casa de los vecinos, no podemos mirar para otro lado ante la violencia cotidiana, mañana puede ser su hija, su hermana... ¿Qué hará usted entonces?

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