Opinión

Lecturas y memorias

Thomas G. Greene era seco como una vara de fresno endurecida por los años. Llegaba al seminario bien trajeado, camisa blanca, corbata de anchas rayas cruzadas, zapatos lúcidos, ademanes y gestos escasos. Tenía lugar en el viejo edificio de la administración de los Estudios de Posgrado (The Graduate School Hall). Su arquitectura neogótica, al lado de la Facultad de Derecho, esculpido en piedra blanquecina, le daba un aire de acogido monasterio bizantino, carismático. Los pisos más altos se dedicaban a residencia de estudiantes de posgrado, solteros, la mayoría llegados del extranjero. En la primera planta, los lujosos despachos de decanos, y el más amplio del Provoste, con las secretarias en las oficinas anexas. La función del Provoste y de sus acólitos (decanos y asistentes) era dirigir, supervisar y administrar las funciones académicas de los programas posgraduados: protocolos, requisitos, disciplinas, ofertas de cursos, variación de programas, políticas departamentales, contratos del profesorado, evaluaciones, promociones, ascensos, emolumentos, beneficios (fringe benefits), ceses. 


Los salarios estaban basados en años de servicio y, sobre todo, en la asiduidad y prestigio de las publicaciones, calidad de la enseñanza, y renombre profesional, tanto nacional como internacional. El seminario de Thomas Greene, Renaissance Poetry. From Petrarca to Shakespeare tenía lugar en el segundo piso, en una amplia aula, con alargados ventanales. Éramos unos quince. Seguía las lecturas establecidas en un detallado programa (syllabus), entregado el primer día de clases, con copias enviadas a la administración. 


El profesor hacía una pequeña introducción, de unos veinte minutos, de los textos asignados la semana previa, haciendo precisiones históricas, sociales, políticas y textuales, y abría el seminario en forma de participación. Asignaba para cada semana una presentación, que iba rotando a lo largo del semestre. Exigía un breve ensayo sobre las lecturas asignadas, que devolvía corregido y con extensos comentarios en la sesión siguiente. A Petrarca y su Canzoniere le dedicó seis sesiones. Pasó a la poesía francesa (Pierre Ronsard, Joaquim Du Bellay), y finalmente a la inglesa (John Milton, Thomas Wyat, Edmund Spenser), concluyendo con los sonetos de Shakespeare. Greene era riguroso. Poseía el rango más alto del profesorado (Full Professor), y disfrutaba de una cátedra de asignación honorífica. Dominaba tanto el francés como el italiano, al igual que el detallado contexto histórico y social de Italia y Francia, y lo mismo de la Inglaterra isabelina. 


Alumno de René Welleck, un tanto al margen de la corriente crítica en boga en Yale, le ocasionó críticas y hasta cierta marginalización, a contracorriente, desoyendo las voces de las nuevas sirenas- Eché de menos la total ausencia de la lírica española y portuguesa del Renacimiento y no digamos del siglo XVII (Lope, Góngora, Quevedo). Ni Garcilaso ni Camões fueron mencionados. No era posible que Greene los desconociese. En el contexto cultural y literario de la Europa del centro (Italia, Alemania, Francia e Inglaterra), el Sur seguía marginado. Puro eurocentrismo. Greene rondaría los cincuenta y pico de años. Fruto de este seminario, que repetía cada dos años, fue su impresionante monografía, The Light in Troy. Imitation and Discovery in Renaissance Poetry, que vio la luz en la editorial de Yale. Le llevó años su elaboración. Fue todo un éxito de crítica. Rezuma erudición y un hábil y sabio manejo de textos dispares. Acierta, creo, en su propuesta teórica dentro del período de estudio. Sus publicaciones habían sido escasas, pero sólidas. Su última monografía le dio el espaldarazo. Fue un radical cambio de tuerca, incorporando la nouvelle critique en que se movían sus colegas, pero sin los excesos de interpretación de Paul de Man o Jacques Derrida. 


Le siguió sus pasos David Quint, con un aguda monografía sobre la épica y el imperio (Epic and Empire), y con acertadas incursiones en la española (Jerusalén conquistada de Lope de Vega) y portuguesa (Os Lusiadas de Camôes). Sin descartar, dentro del canon de la literatura colonial, La Araucana de Alonso de Ercilla que relata la primera fase de la Guerra de Arauco entre españoles y araucanos. David auguraba nuevos aires y nuevas lecturas académicas. 
(Parada de Sil)

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