Opinión

Loca pandemia de policía

En esas estamos. La pandemia se desboca por momentos y obliga a las autoridades a tomar medidas que nos devuelven a la situación en que vivíamos justo al final del confinamiento. Se limitan los movimientos y se restringen los contactos. En muchos lugares de España, además de implantar el toque de queda, se cierra la hostelería, la restauración y se hiberna casi toda la actividad esencial o productiva. Y es que por lo visto de poco o nada sirven las llamadas de atención de las autoridades sanitarias. No nos las tomamos todo lo en serio que habría que tomárselas. Es obvio que muchos no respetan las normas preventivas, seguramente porque hay sectores de la población, sobre todo -pero no sólo- los más jóvenes, que le han perdido el miedo al bicho, creyendo que con el paso del tiempo había dejado de ser tan letal como era allá por marzo y abril. El panorama es cada día más preocupante.

El conselleiro de Sanidade advierte que, al menos en el caso de Galicia, el mayor riesgo está ahora mismo en las reuniones familiares y de amigos. Los datos lo confirman. La mayoría de las cadenas de transmisión se originan en el interior de viviendas y fincas particulares donde las medidas de seguridad se relajan o directamente desaparecen. No son los bares, ni los restaurantes, ni los locales de ocio en general los que disparan los contagios, limitados en sus aforos y extremadamente cuidadosos con las distancias, las manparas, las desinfecciones, etc. Y a pesar de ello, allí donde están abiertos, se les acotan cada vez más los horarios y se les amplían las exigencias hasta casi imposibilitar el desarrollo de su actividad, que, no lo olvidemos, algo tiene también de servicio público.

Ahora ya son muchas las localidades, grandes y pequeñas, en que las reuniones domiciliarias están limitadas a convivientes. En otras solo pueden reunirse cinco personas que no vivan juntas. Para que se cumplan estas normas, a los que mandan solamente les cabe hacer un llamamiento a la responsabilidad social y confiar en que la sensibilización ciudadana (o sea, el miedo a enfermar o a transmitir el Covid a un ser querido) haga el resto. O rezar. Porque es materialmente imposible establecer un sistema de vigilancia policial que permita controlar lo que hacemos cada uno de nosotros en nuestra casa y verificar que no se reúna más gente de la autorizada, ni saber si los que se juntan son o no convivientes.

Ya que no pueden sugerirlo abiertamente, las autoridades tal vez confíen en que, además de cumplir la parte que le toca, cada hijo de vecino se convierta en policía y avise a quien corresponda si ve, escucha o simplemente intuye que alguien en su edificio o en la casa de al lado se está saltando las normas. En la primera oleada ya se dieron muchos casos de ese tipo de chivatazos, como de reprimendas, con insultos incluidos, a voz en grito desde los balcones, que se acabaron "viralizando" por las redes sociales y los telediarios. Para vergüenza propia y ajena. Esa posibilidad, la de que proliferen las delaciones, puede tener funestas consecuencias sobre la convivencia cívica. Y como por aquí abundan las rencillas entre vecinos, es de temer que lleguemos a entrar en una dinámica en muchos casos tan o más dañina para la salud y la integridad física que el propio virus. Puede ser una cosa de locos.

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