homenaje

Luis Gallego: del genio al mito

Homenaje de sus vecinos en la localidad de Riomolinos en 1980.
photo_camera Homenaje de sus vecinos en la localidad de Riomolinos en 1980.

Su leyenda de hombre bueno y médico excepcional permanece viva entre millares de pacientes que pasaron por su consulta

El Liceo de Ourense rescataba la figura del doctor Gallego dedicándole una jornada del ciclo “Recordando a…”, en la que Juan Feijóo, Ángel Alfonso y Francisco Fariña, con Delfín Caseiro como moderador, glosaron y ensalzaron a este ourensano, inolvidable por tantas cosas que se resumían en una: su acusada bonhomía y humildad, que marcaron su ser y su hacer desde muy joven hasta el último suspiro.

Ourense, sus autoridades, siempre han sido pacatas a la hora de los reconocimientos a las personas que se distinguieron en vida por sus aportaciones a la comunidad. Labores profesionales, intelectuales o humanitarias realizadas por mujeres y hombres singulares, consideradas referentes en vida, van desapareciendo con la muerte física de sus protagonistas, para acabar muriéndose en la memoria social colectiva, como si nunca hubiesen existido. O casi. Apenas, un acto por aquí, una placa por allá o un busto, si acaso, colocado en una esquina, flores de un día, que una vez pasado devuelven al distinguido -o distinguida, claro-, a la nada más absoluta. Para simples botones, el propio doctor Gallego y su hermana Olga, ejemplos de personas a las que tanto debemos y cuyo recuerdo abandonado debería golpear la conciencia de quienes ostentan responsabilidades públicas.Luis Gallego Domínguez

Seguro que a casi todos los merecedores de estar en la nómina de los escogidos les tendría sin cuidado la incuria oficial; al doctor Gallego, desde luego. Y no sólo eso, sino que huyó siempre como gato escaldado de todo lugar en el que oliese a incienso. Hace treinta años, todavía en activo, surgió un movimiento para tributarle un homenaje; la iniciativa fue tomando forma y llegó a contar con el respaldo de las autoridades a las que se les planteó… hasta que llegó a oídos del protagonista, que con firmeza mandó parar y allí quedó la cosa, pues no había nadie capaz de contradecirle en un asunto tan serio para él, que detestaba los homenajes y la parafernalia que conllevaban, aunque fuesen sinceros.

En las primeras elecciones democráticas le convencieron para integrar la lista de UCD al Congreso. Luego, cuando pacientes, conocidos y amigos le comentaban su condición de candidato, el respondía que no hacía falta que le votasen, puesto que su presencia respondía a únicamente a un compromiso, con lo cual hacía contracampaña a quienes le promovieron.

Luis Gallego Domínguez nació y creció en pleno casco viejo de Ourense, donde creció con sus hermanos Manolo, Olga y Pilar. El primero dedicaría toda su vida al comercio familiar, en tanto que Luis hizo medicina; Olga, Filosofía y Letras, y la más joven, Pilar, se haría farmacéutica. Luis, don Luis, como le llamaban respetuosa y cariñosamente sus pacientes, que eran medio Ourense, fue desde joven el referente para sus hermanos, solteros como él, y que vivieron bajo el mismo techo hasta el fin de sus días.

La historia del doctor Gallego como médico es una auténtica leyenda alimentada por relatos hoy difícilmente creíbles, pero que encajan perfectamente con la personalidad de aquel médico vocacional al que interesaba mucho más su labor asistencial y social que la vertiente económica de la profesión. De vida austera, confesaba que necesitaba poco dinero y decía verdad, porque las sempiternas gabardinas, el abrigo, la americana de cuadros pequeñitos o el jersey de pico le duraban años. Sus dispendios eran para pagarse el tabaco y para jugarse el café a las cartas en el Rojo, a los que había que añadir la compra de libros y algún viaje con sus hermanas. Algunos fines de semana se decicaba a rozar y desbrozar a mano las fincas heredadas de sus ancestros allá por Xunqueira. Su buga nunca pasó de un humilde Seat 850 que usó poco porque era mal conductor y acababa rascándolo contra las esquinas.

Todo lo demás era trabajo en jornadas interminables durante más de medio siglo, que fueron alimentando su leyenda en dos ámbitos: la generosidad y el desprendimiento económico, por una parte, y su sabiduría y competencia científica, por otro. El fervor popular hizo que ambas le rodeasen como una especie de aura de santidad.

No era para menos, porque en un país y un tiempo en el que los pobres eran ejército, saber que cuando un enfermo llegaba a su consulta estaba en las mejores manos, era la mejor esperanza, y que si la ciencia de entonces tenía solución, el doctor Gallego haría lo imposible por alcanzarla. Detectado el mal y puesto el remedio, llegaba el momento de los honorarios, que resolvía cobrando 100 pesetas -alrededor de la décima parte de la tarifa de algunos colegas a los que hacía poca gracia que se conociese este pormenor-, 50 pesetas o directamente nada. Cuando el paciente o quien le acompañaba se rebelaba a tamaño favor, don Luis se inventaba cara de tipo malhumorado que le ayudase a echar fuera a quien fuese mientras mascullaba “veña, acabe dunha vez e déixeme en paz que estou moi ocupado, non ve cómo está esto de xente?”, mientras señalaba la atestada sala de espera que en ocasiones se prolongaba por la escalera del edificio.

Sobre su generosidad hay testimonios reveladores. Como la que protagonizaba a última hora de la mañana cuando salía a los domicilios para consultar a los pacientes encamados. Lo hacía siempre en taxi para evitar pelearse con el coche y con el tráfico, pues ambos eran duros enemigos para él como conductor. Con relativa frecuencia, ese periplo lo hacía también un hijo pequeño del taxista, que acababa de salir del colegio. Al finalizar, pedía el coste de la carrera y siempre dejaba alguna moneda de propina para el chico (la más importante que recibía de todo su entorno). Cuando ese mismo rapaz o sus hermanos tenían problemas de garganta, fiebre o se dejaban la piel y un poco de carne de una pierna jugando en la calle, la madre les llevaba al doctor Gallego y éste después de procurar remedio, jamás cobraba por atenderles.

Hace poco se cumplieron diez años de una iniciativa de La Región pidiendo reconocimiento institucional para el doctor Gallego y abriéndola a la participación popular, tanto en la web como en las páginas del periódico. Alcanzó una avalancha de apoyos en la que se pedía de todo, desde la concesión de la Medalla Castelao en 2009, la medalla nacional al mérito en el trabajo a título póstumo, una estatua en O Posío, la Alameda o el casco viejo, una avenida en A Carballeira, un centro de salud en O Posío con su nombre, entre otras muchas. Las adhesiones llegaron de todas partes, incluso de América, con testimonios emocionados de experiencias vividas en la consulta en primera persona o en la de familiares.

Guillermo, uno de aquellos lectores, comentaba el incendio que sufrió la casa de Gallego en la calle Padre Feijóo en la década de los cincuenta. “Los amigos abrimos una cuenta para contribuir a mitigar la tragedia, pero él ordenó inmediatamente la devolución del dinero”. “Nos dijo que ‘se antes cobraba pouco, agora non vou cobrar nada, porque os meus nenos non teñen culpa da miña desgracia’”.

Manuel Fernández, tiene todavía su imagen fresca. “Lembro cando agardaba no semáforo ó lado dos Chocolates Los Remedios, para ir á súa consulta, coa gabardina polos hombros. Aínda hoxe me produce admiración”. Su hija Olga, también le recuerda así, pero más “cuando nos llevaban a su consulta, pues a pesar de tener cara de hombre serio, era muy amable con los niños. Inspiraba confianza”. Concha Estévez, de A Valenzá, dice que “da miña casa íbamos todos onda el. Tiñamoslle moita fe, porque era un home moi listo; e como persoa, aínda mellor, pois cobraba moi pouquiño e a moitos ata os atendía de balde”. Modesto, que también su paciente, afirma que el doctor Gallego merecería un homenaje “pero de verdad”, aunque admite que “si le preguntasen a él se negaría a aceptarlo, porque rechazaba esas cosas. Aparte de ser un señor muy formado, formaba parte del pueblo”. “No hay nadie que haya vivido cuando él consultaba que lo haya olvidado. Mi hermano vive en Alemania desde hace cincuenta años y el pasado verano, tomando café en el Bar Jardín me preguntó por don Luis”, apunta antes de sentenciar: “Fue un tipo grande, muy grande”. 

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