Opinión

Lunáticos en Urgencias

Ya ves, hermano, me tocó la rifa y di con mis huesos en urgencias. Qué hormiguero dentro. Fue el lunes, ese último lunes frío, tan frío que parecía ser la víspera del juicio final. Conque aquí estoy en el reducido recinto, mientras observo a mis colegas de desgracia. Cómo te diría, estamos aquí confortablemente tristes. Mira tú, dicen los vendedores de sentimientos que precisamente hoy, 21 de enero de 2019, es, por circunstancias cósmicas y complejas conjunciones astrales, el día más triste del año. Probablemente sea un montaje, lo inventaron los yanquis y lo llaman “blue monday”. 

Pero la cosa está mal. Fue todo un poco esperpéntico. Lo que te cuento, hermano, es verídico, extrañamente verídico. Era esa hora que amó Lorca, las cinco de la tarde, y parecíamos estar concentrados allí los más lunáticos personajes de la ciudad.

Me vinieron a la mente, colega, aquellos alucinados años 80. La emigración y el alcohol llenó de trastornados el psiquiátrico de Toén. El sanatorio estaba lleno. Fue el director, el inolvidable doctor Cabaleiro, quien decidió, en una actitud progresista, que todos los residentes extraviados y dementes que tuvieran una conducta pacífica podrían bajar el domingo a la ciudad. La experiencia fue un éxito de convivencia. Se estableció una relación cálida y cercana, humanamente hablando.

Pero he de volver a la tarde del lunes, hermano. En el fondo de la sala, un fulano de ojos inyectados daba algo así como intermitentes alaridos. El tipo carecía de una pierna. Su hijo, al lado, le insistía: “no lo cuentes otra vez, papá; no, por favor”. Pero el padre persistía en contar su historia. Arrancó con fuerza: ilustración_alba_noguerol_result

“Qué jodido árbol. Qué alto era. Miren, cuando lo toqué con las manos para subir y hacer mi trabajo, ya sentí una sacudida extraña y enemiga. Créanme, me dio mal fario, pero yo no soy un tipo que se amilane así como así. Así que comencé a trepar por él con altivez y sin miedo. 

”Sentí que el árbol se comportaba como uno de esos caballos salvajes que se niegan a ser domados. Y miren, tembló todo él y me rompí en el suelo. ¿Saben?, llevo años en el oficio y en ocasiones percibo el lenguaje secreto de los árboles”.

De pronto, otro paciente entra en escena. El sujeto pasa de los cincuenta. Su rostro está empalidecido y agresivo. Va y suelta: “Le es bien cierto, me han echado el mal de ojo”. En el bolsillo aprieta un rosario de alpaca. Cuenta con voz pastosa que tiene visiones de su madre difunta. “Veo imágenes de lo que va a suceder. Soy creyente y practicante, y muy devoto de la virgen de Santa Marta de Ribarteme. Ya me ofrecí una vez e hice en ataúd el recorrido hasta la capilla. Este año volveré. Allí me siento mejor, pero después todo regresa”.

Miro de nuevo alrededor. Lo que te cuento es bien cierto, hermano. Qué barbaridad. Pienso, parece que hoy estemos convocados aquí una especie de aquelarre de personajes malditos. Menos mal que uno interrumpe: “Yo tengo un gripazo estremecedor”.

La espera ya es larga, por fin dicen mi nombre. Pardiez, me atiende un médico roquero. Luce el clásico pendiente en el lóbulo izquierdo, vagamente creo oírle silbar un estribillo de Nirvana. Es un galeno joven, de esos que los de mi generación llamamos “enrollado”. Me ausculta aquí y allá. “Tienes los males clásicos de este invierno frío”. “Pero dígame, doctor, ¿cómo estoy?”. Me responde con cierta ironía: “Está usted regular”. Le recuerdo una frase muy celebrada de Labordeta que dio origen a una narración: “Tenía un amigo árabe que cuando le preguntaban cómo estaba, respondía ‘regular, gracias a Dios’. A veces se partían de risa”.

Entonces me pongo contento: “Qué bien, ya puedo irme”. Ahora, el joven doctor me mira pícaro y sonriente: “Bueno, amigo, ya sabes eso de la buena y mala noticia. La buena ya te la he dicho. La mala es que tendrás que quedarte aquí tres o cuatro días”.

Así que regreso a la sala de espera para que me suban a planta, y de nuevo me encuentro con mis anteriores compañeros de maleficio. Esta vez estamos todos en un silencio sepulcral. Pero algo se masca. Entra una enfermera: “Los acompañantes todos fuera, sólo los enfermos dentro”. Pues sí, ¿recuerdas aquella canción de la guerra civil?: “Anda jaleo, jaleo”. Parecía que estábamos en la trinchera. Una mujer de rostro enfurecido arremete: “Eu non me vou de aquí nin que me maten”. La enfermera insiste con educación: “Por favor, salga”. “Carallo, que non me vou do lado do meu marido”. Todos salen, ella se atrinchera.

Esta historia es real, termina con la entrada de dos vigilantes de seguridad.

(Cierto, comprobé que tenemos un excelente personal que nos cuida. Son pocos y hacen milagros. 

Yo mejor, gracias.)

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