Opinión

El momento del adiós

“Si no sabemos hacia qué futuro nos lleva el presente, cómo saber si merece nuestra adhesión, nuestra desconfianza o nuestro odio…” (Kundera, Milan. “La ignorancia”) 

El patio está oscuro. Son las tres de la madrugada. Las luces que en el encierro se dejaban ver ya se han  apagado para habituarse al antes que ya es el después. Hoy será la última mañana en la que me asome a la ventana que destapó vidas, con cierto pudor unas veces y, con ganas de gritarse, otras. No sé si me invade una nostalgia deseosa de perpetuar este encierro, hasta que nunca más tenga que decidir sobre nada, salvo leer en un boletín lo que me está o no permitido, o si, por el contrario, contengo una alegría furiosa con ganas de derrumbar cualquier dique de contención construido en esta cuarentena. 

En la ausencia de ruidos, olores y colores, asumo que el patio de vecindad no es ese patio particular que imaginé cantado por niños en juegos de calle, con las manos entrelazadas y ganas de estrenar cada minuto en sonrisas atravesadas. En todo este tiempo, el patio fue adoptando formas extrañas, a ratos reconocibles, a ratos incomprensibles y a ratos sorprendentes, como la propia sociedad que no deja de ser un inmenso patio vecinal, donde nunca nos conoceremos de verdad, aún estando confinados y aunque brindemos desde los balcones, bailemos a ritmos repetitivos, nos vigilemos desde la sospecha, aplaudamos juntos y nos miremos con más calma.

Ese patio común desde el que hemos visto pisos que se cerraban para siempre; en el que escuchamos risas; en el que descubrimos soledades; en el que cortinas cerradas contaban la enfermedad y ventanas abiertas hablaban de añoranzas, de encuentros aplazados, de negocios interrumpidos, fracasados, de amores perdidos, de amores clandestinos, de ansiedades y esperas, ahora es un patio clausurado con riesgo de derribo.

A estas horas, el silencio se impone y es un buen momento para escuchar sus historias de días y noches, en las que la vida nunca se paró y siguió avanzando, aún cuando el miedo nos arrinconó y nos volvió frágiles y pequeños. Ahora volveremos a encontrarnos donde siempre estuvimos. Las comidas fraternales de vecindad, de momento, se aplazarán; los vermús compartidos quedarán anulados y las consignas intercambiadas ya no volverán a ser comunes. Cada uno ha vuelto a sus paredes, agrietadas o recién pintadas. Ya no será urgente convocarnos en un encuentro solidario para demostrarnos que somos mejores de lo que éramos; estaremos demasiado ocupados en escarbar una salida de emergencia propia, aunque bordeemos abismos traicioneros. Probablemente sea mucho más fácil olvidar lo que nos trajo hasta este patio que mantenernos alerta para desinfectarnos de virus y mentiras. Aunque puede que este viejo patio tal vez nunca existiera. ¿O tal vez sí?   

Te puede interesar