Opinión

El muro cayó a la izquierda y derecha

En estos días pasados hemos conmemorado la histórica caída del Muro de Berlín y lo que ello debió traer consigo. Hoy, sin embargo, de nuevo ante todos nosotros en tantas latitudes, un nuevo muro de demagogia, populismo y uso deliberado de la violencia para subvertir como sea el orden establecido. 

Probablemente ya muchos de nosotros nos hayamos olvidado de que en 1989 se desplomó una de las más formidables barreras que dividió implacablemente el mundo en dos partes: el llamado Muro de Berlín. En 1989, como antes en 1789 y como ahora con la irrupción del uso alternativo del descontento, se produjeron sorprendentes transformaciones que, de ninguna manera, llegaron por generación espontánea. En los tres supuestos: revolución francesa, caída del muro y revueltas sociales ahora, se intentó modificar el curso del tiempo. La revolución francesa, que tantas esperanzas e ilusiones despertó en su momento, me parece que ha tenido mucho que ver con el imperio de esa racionalidad cerrada y unilateral que hoy denominamos reino de lo políticamente correcto. La caída del muro de la vergüenza, sin embargo, suscitó, hace bien poco, un espacio de compromiso radical con los derechos humanos del que, afortunadamente todavía vivimos. La caída del muro de Berlín se produjo real y verdaderamente hacia un lado y hacia el otro. Dejó al descubierto, por una parte, un mundo de ataque sistemático a la dignidad humana y de sistemático terror estatal y, por otro, quedó más patente la podredumbre que se esconde en el más rancio individualismo que sólo aspira a subrayar lo material, el confort, el lujo, la exclusión o la prepotencia. Por eso el muro cayó a la izquierda y a la derecha.

Hoy, en pleno auge del populismo en diferentes países, vuelven al candelero el pensamiento bipolar y los esquemas de confrontación y enfrentamiento que tuvieron su momento en los mejores tiempos de las ideologías cerradas. Hoy, por mor de la incapacidad de implementar reformas en el sistema de la democracia representativa, por la práctica de capitalismos fundamentalistas, por la creciente corrupción, y por la ausencia de compromiso genuino con los valores democráticos de no pocos dirigentes que se apoltronan en el poder, la indignación se instala en el ánimo de muchos millones de personas y el populismo ha terminado por conducir y manejar el descontento general.

Ordinariamente, quienes toman estos derroteros del radicalismo y la ideologización lo hacen porque tienen la convicción de que disponen la llave que soluciona todos los problemas, porque piensan que son dueños del resorte mágico que cura todos los males. Esta situación deriva normalmente de pensar que se posee un conocimiento completo y definitivo de la realidad. Para los populistas, la consecuencia de sus postulados es una acción política decidida que ahoga la vida de la sociedad y que cuenta entre sus componentes con el uso de los resortes del control a que someten al cuerpo social.

Pues bien, ante la vuelta de las ideologías cerradas, ante el avance del populismo, es menester diseñar políticas moderadas, centradas en la mejora integral de las condiciones de vida de las personas. En fin, desde la moderación, desde la contemplación de la realidad tal y como es, resulta más fácil pensar en la política como servicio al interés general. Es más sencillo porque así es posible liberarse de la esclavitud de la ideología cerrada, de esa cerrazón para ver la realidad que atenaza a quienes se empeñan por atarse a perspectivas de una única dirección. La realidad hay que conocerla, respetarla y mejorarla. La moderación, en definitiva, invita a nuevas maneras, a nuevos estilos de hacer política, mucho menos radicalizados; fundamentalmente mucho más comprometidos con los problemas reales de todos los ciudadanos. Estamos a tiempo de que no se plante un nuevo muro que dividirá de nuevo el mundo. Ojalá que no lleguemos tarde.

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