Opinión

El país de la buena gente

El gato ante aquellas explosiones de los cohetes de feria se quedaba expectante, algo arrebatado y pendiente, mientras mi perro se desazonaba y muy turbado se metía debajo de la fregadera. Desde el pequeño cuartel bajaba rodando una música festiva. 

Seguro que era el día de la Pilarica. El predicador explicaba cómo Santiago, ya entonces, cansado de luchar con esos becerros que somos, sin duda, los iberos y los celtas, se había sentado en una piedra con pinta de taburete. No podía más y secó el sudor con los flecos del turbante. El hambre apenas si dejó por un instante de llamarle a voces gracias a aquellos árboles de erizos picudos que habían plantado los romanos. Ahora abrían sus brazos de par en par y en esa época de octubre soltaban aquellas ricas castañas marrones que asaba con un par de urces. Apoyado sobre el tronco sintió un ligero vahído. Supuso que era el sueño y cerró los ojos. Un resplandor ocupó aquella parte de la montaña y aquella mujer de mirada tierna, a la que conocía mucho, le habló, aunque no puedo contaros lo que le dijo. 

Al terminar el acto litúrgico el sargento de galones en la manga, subió al púlpito y nos invitó a un vino español en el cuartelillo. La gente se puso tan contenta que quisieron aplaudir pero el preste mandó silencio y dijo: “los aplausos en la calle”. Corríamos como flechas por la calle arriba y nos colamos entre las piernas de los señores y las faldas de las mujeres para, lo más discretamente posible, hacernos con aquellos triángulos de empanada o aquellas almendras blancas. Al final, una vez descubiertos, cosa que nos pasaba cada año, teníamos que conformarnos, con unos cacahuetes. Seguro que habría vino español o portugués. Nosotros… unos sorbos de gaseosa.

Siempre me llamaba la atención, en aquella época, la curiosa relación de los miembros del cuerpo con los gitanos. Yo que había leído un poema de García Lorca, les miraba a unos y a otros para descubrir aquel busilis. Arrimado a aquellos que tanto celebraban escuché, con atención, como el bueno del Rigoberto mientras se estiraba el mostacho le seguía la conversación al cabo.  Algo preocupaba al comandante porque le explicaba: “menos gente, menos gente que otros años”. Entonces con aquella sabiduría de sus ancestros explicó el hombre gitano: “Qué quiere…ahora en los años sesenta todo el mundo  se marcha a trabajar… al extranjero. ¿Y sabe qué? Que sólo quedamos en este país la buena gente: nosotros, ustedes y el santo clero”. 

Nos reímos los amigos con la historia y nos fuimos a ver la tómbola. Allí Manolete de la estación, el tombolero, animaba a comprar los cupones gritando con un micro que chisporroteaba: “le ha tocado a la señora un transistor de seis pilas”. ¡Qué suerte! decía la gente que se arremolinaba mirando su número…aunque nosotros, notarios en ciernes, descubrimos que era pura propaganda. A la señora Engracia le había correspondido sólo una huevera de plástico azul con seis oquedades.

Era también la fiesta de la Hispanidad como nos había explicado el maestro, pero sólo pensábamos en ello al irnos a las diez y media a la cama suponiéndonos Colón, Pizarro, Hernán Cortés o unos intrépidos y guapos conquistadores de nueve años, morrión, y pelo en pecho. 

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