Cartas al director

Pánico nuclear

Hace 74 años, dos refulgentes pájaros de acero (Enola Gay y Bockscar) soltaron sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki sus apocalípticos huevos plateados, custodios del arcano de la fusión del átomo, desatando el mayor Armagedón hasta entonces conocido. En cuestión de segundos, un espeluznante, cegador y devastador hongo nuclear anaranjado, que se dibujó contra el azul límpido del cielo, evaporó en la zona cero, a temperaturas solo alcanzadas en el interior del sol, la vida de centenares de personas cuyos negativos quedaron litografiados para la eternidad en los níveos muros que permanecieron en pie de ambas ciudades. Decenas de miles más murieron abrasadas, y con el paso del tiempo otras lo harían en lenta agonía. Niños, que ni siquiera eran pensados en la mente de sus progenitores cuando se arrojaron las bombas, padecerían insufribles enfermedades y horrendas malformaciones durante su existencia fruto de la radioactividad.

Hace poco Trump suspendió el acuerdo 32 años vigente, que limitaba la proliferación de este cruel peligro. Y Putin amenazó con más y mayor horror. ¿En manos de quiénes estamos?