Opinión

¿Quién es más ejemplar?

En la provincia turca de Sakarya se instauró una pena muy poco convencional a quienes no lleven mascarilla en estos tiempos de pandemia. Además de la sanción económica y una cuarentena impuesta de tres días, el que es pillado sin tapabocas estará obligado a leer nada menos que diez libros. Curiosa medida de fomento a la lectura, si pensamos un poco en cómo puede controlarse su cumplimiento y, sobre todo, en su eficacia, ya que no hay mejor manera de conseguir que alguien odie la lectura que obligándole a leer libros. Aun así y sin entender mucho del asunto, lo cierto es que siempre me parecieron sugestivas las imposiciones de penas accesorias o sustitutivas a las económicas o de arresto domiciliario en delitos menores, que pueden tomar forma de trabajos en beneficio de la comunidad u otras menos convencionales, que pueden llamar la atención por su originalidad o resultar, en otros casos, controvertidas. 

El caso más conocido son las condenas que el juez de menores Emilio Calatayud impone para sancionar determinadas conductas de los jóvenes que pasan por sus manos. Uno de ellos, sorprendido robando en una peluquería, tuvo que matricularse, estudiar un grado de esta disciplina y demostrar que había aprovechado el tiempo cortándole el pelo al propio juez. Patrullar con una unidad de bomberos por haber quemado varias papeleras; dar clases de informática al hacker que utilizó ilícitamente datos confidenciales de una empresa; alcanzar una media de un siete en la ESO a una joven que había amenazado y agredido a una compañera… Es cierto que todas estas condenas generan cierta polémica y son criticadas por quienes ven en un juez a alguien que debe limitarse a juzgar, dejando la educación en manos de los padres y profesores, pero la verdad es que salir de la estricta ortodoxia de la judicatura para acercarla más a la realidad me parece un ejercicio muy saludable.

Hace algo más de un año, en la ciudad en la que paso actualmente más tiempo, detuvieron a un grafitero al que se le atribuyen más de quinientas pintadas en la ciudad. Consistían en su propia firma escrita con tipografía abombada y fosforita: “COAS”. Durante el registro en su domicilio, se le intervinieron armas de fuego, una placa de policía simulada, grilletes y munición, por lo que se decretó su ingreso en prisión. No habían servido para nada las anteriores detenciones, las amenazas de fuertes multas o el esperpéntico ofrecimiento de espacios para que pintase libremente. Su familia reunió en una semana los 10.000 euros que se le impusieron de fianza y salió de prisión. Se había negado a realizar trabajos en beneficio de la comunidad para evitar tal desembolso. El caso es que cuando se le detuvo en 2014, un juez de la Audiencia Provincial atendió a la apelación del grafitero y determinó su libertad al considerar que su pintada tenía “valor artístico”, como si se tratara del mismísimo Bansky. Quizá Calatayud le hubiera obligado a limpiar con su cepillo de dientes cada centímetro de mobiliario urbano que destrozó con sus firmas y que hoy todavía manchan la ciudad. Un mismo delito, dos jueces, distintas condenas.

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