Opinión

La señora Carmen, la guardesa que no lo fue

Alcanzamos el número cincuenta de nuestros capítulos y pensamos que es cosa de dejarlo. Atrás queda “De las viñas al asfalto-La vida en a Ponte hasta 1960” y ahora hemos repasado en nuestro periódico diferentes aspectos pontinos hasta completar esta serie. Y si en el capítulo anterior nos ocupábamos de un puñado de personajes masculinos, pensamos que podría ser justo y oportuno que nuestras afanosas mujeres estuvieran representados por doña Carmen Alvarez, en este capítulo final, que fue ejemplo de laboriosidad, de madre de familia, que fue feliz siendo niña, que veía pasar muchos trenes camino de nuestra estación, madre de familia numerosa, ejemplo de sacrificio y empresaria que marcó una etapa pontina de gran esfuerzo.

Fue niña en el paso a nivel de las Caldas, junto al cementerio pontino. Su madre era la guardesa. Suponían madre e hija a qué hora -más o menos, pero sin reloj- iban a pasar los trenes y la niña misma comprobaba su llegada como hacíamos los niños pontinos de aquellos años treinta: arrodillados sobre la vía y pegando un oído a uno de los raíles: escuchábamos con más o menos nitidez el zumbido de las ruedas del comvoy; si sonaba débil, todavía andaba lejos, pero si era nítido, estaba al caer. Era el momento de colocar barreras.

Carmiña, aquella niña creció y se hizo mocita. Ya Dominga, su madre, no era guardesa, pero ella heredaba la denominación para llevarla de por vida a pesar de que, en realidad, ella nunca lo fue. Se echó novio, Emilio Iglesias Prada, un muchacho empleado de almacenes Moretón. Vivían felices. Fueron apareciendo sus ocho hijos. Y en ese preciso momento, muere el padre. A Carmen se le vino el mundo encima, viuda, con aquella prole que iba de los once años de Pepiño a los 23 de Ernesto. Pasando por Manolo, Carmen, Roque, Isauro, Pilar e Isabel.

Pero en ese momento aparece Carmen con el coraje suficiente para levantar, mantener a flote a una familia que en ese momento sufre otro duro golpe: la vivienda que con tanto esfuerzo habían construido Carmen y Emilio, es alcanzada por las obras de la nueva Estación de ferrocarril y la dejan convertida en una extraña vivienda de ocho metros de fachada y tres de fondo. Les indemniza el Estado, pero sabe a poco. Pero nada arredra a aquella “madre coraje”: pone un puesto de verduras en la Plaza y por las tardes lo mantiene en un hueco que le cede en la tienda de la señora Rosa. Y así,  arropada por sus hijos, cada uno aportando lo que puede, se mantienen a flote. 

No hay quien pare a Carmen. Y con la esporádica colaboración de sus hijos, alternando con otras actividades, montan una taberna que enseguida se hace típica. Empiezan a servir comidas. Hasta convertir “La Guardesa” en un moderno restaurante donde todos apoyan como pueden, alternando con otros trabajos bien diferentes, y hasta Isauro, de taquillero del Cine Yago, al absorberlo la empresa Fraga, es el popular taquillero del Teatro Losada, de los grandes tiempos del cine y el teatro en Ourense. Otro, el singular Pepe de la Guardesa, futbolista en sus años mozos, director luego del restaurante especializado en bodas y siempre inquieto en materia pontina en los medios de difusión.

Los tiempos pasaron. Y hoy, de La Guardesa, quedan sólo dos de sus hijos, Carmen e Isauro.

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