Opinión

El síndrome del confinado

Me acompañará hasta el final de mis días, lo sé, seguro, no podría describirlo, ni tal vez sabré nunca en que consiste, pero sé que lo llevaré siempre conmigo en esa especie de come-come-rasca interior, entre cabreado y resentido o quizás resignado, no sé, porque me afectó a esa fibra tan sensible que es la libertad, esa tan deseada libertad que los de nuestra generación; los que vivimos los tiempos oscuros después de esa puta, larga y estéril guerra de mierda que, como estos puñeteros virus, parece que sigue habitando entre nosotros por los siglos de los siglos, maldita sea. 

Esa generación que vivió mucho tiempo bajo el mando único de verdad y no el de esta gilipollez, y la echó tanto de menos que celebró la llegada (!Libertad, libertad sin ira, libertad¡) de los nuevos tiempos democráticos con sus luces y sus sombras, con sus penas y sus alegrías, y ya nos conformábamos con lo de ir tirando como sea, entre ánimos, paciencia, perdones, elecciones, corrupciones, proyectos e ilusiones, olvidando resentimientos, odios, rencores y venganzas, hasta que llegaron los putos mierdas de siempre de todos los bandos y de todas las contiendas, con todos sus sermones, mentiras y sentencias, con todas sus banderas, pendones, gritos y follones.

Tal vez se parezca un poco al llamado síndrome de Estocolmo, aquel que nació en los años setenta del pasado siglo como consecuencia de un atraco con rehenes a un banco en la capital sueca en el que las víctimas terminaron simpatizando con sus secuestradores. Yo nunca podría simpatizar con este cabrón sin pintas y por tanto invisible coronavirus, que me ha tenido encerrado durante dos largos meses y me ha dado tiempo para pensar y, como decía el otro, si pienso, dudo, y dudando, dudando, empieza uno a darle vueltas y llegas a entender un poco las andanzas y maniobras de este desgraciado virus.

Porque todo tiene su explicación. Estos elementos están hechos para matar, sin entrar en detalles de si está bien o está mal, o que si los fabricantes de estos virus, gérmenes, bacterias o lo que sean, son de aquí, son de allá, o son del más allá, da igual, igual da, que para eso tenemos un ministerio. Una pistola, y no digamos otros aparatos mortíferos, también se fabrican con el mismo propósito y nadie cuestiona a sus fabricantes, y puestos en esa tesitura, tendremos que comprender que este virus tiene que cumplir sus objetivos que no son otros que tratar de controlar y regular la población mundial que, a pesar de todas sus armas de destrucción masiva; pandemias, infartos, gripes, abortos, guerras, terremotos, tsunamis, etc. sigue aumentado a un ritmo considerable debido al increíble sistema reproductor que la naturaleza ha proporcionado a los humanos. ¿Se imaginan cual sería la población de nuestro planeta si viviéramos en un mundo feliz sin todos estos sistemas de eliminación de la especie humana?

Por eso, sin posibilidades de que en ningún momento le vaya a tener simpatía a este virus que me ha tenido confinado durante meses, como hicieron las víctimas del atraco de Estocolmo con sus carceleros, tampoco le voy a guardar odio ni rencor, al contrario, reconozco que no se está portando muy malamente, digamos que está trabajando al ralentí, no quiero ni pensar lo que podría hacer este elemento con vocación criminal si se le ocurre poner el turbo.

No tenemos más que recordar que, ahora hace cien años, en aquella gripe mal llamada española, mató a más de de 300.000 personas y afectó a más de 8 millones en una España que, por entonces, tenía una población de poco más de 20 millones. En esa proporción, estaríamos hablando en estos momentos de millones, no de miles de víctimas. Está claro que no le tenemos que tener simpatía alguna a esta edición del coronavirus, el covid -19, ha sido muy ingrato, muy malo, malísimo, nos ha robado una primavera y lo que venga, nos ha robado la libertad, los saludos, los besos, los abrazos, las distancias cortas que es lo nuestro, pero aguantaremos, resistiremos para seguir viviendo, pero eso sí, tampoco le cabreemos.

“Non sea o demo”

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