Opinión

Tac, tac

La soledad se estira, por las calles arriba, como una goma. Ahora se han ido todos. Sólo queda doblado por el hastío el viejo zapatero. Hoy es carnaval y esas calles están huérfanas de hombres, de niños, de mujeres con caretas y pañuelos. Calles vacías en las que sólo sale a bailar el introito esa planta rodadora, que rueda y va y viene según el aire seco. 

Se oyen los golpes, los gritos lejanos, la fiesta de los locos en el pueblo de al lado, espantando el invierno. El van-van de los grandes bombos y el chan-chan de las azadas crean un ritmo estremecedor, porque se van dejando los mozos y los viejos  la sangre de las manos al golpearlas. Saltos enormes, harina a puñados, hormigas enfadadas, risas, chillidos, cintas de colores y alegría de las comparsas ¿Dónde se fueron si no queda nada? 

 Podados los árboles y también las parras, se emborracha de vino, de tocino y recuerdos, que don Carnal se irá muriendo como se mueren las nubes en el éter, enganchadas a las montañas.

La soledad, tremenda garrapata, se agarra a su cuello. Tantos días y meses gritando en silencio. Ahora se saltan las estaciones y siempre es invierno. Pero a veces, aquí, en este pueblo solo, decrépito, olvidado, ocurren cosas extrañas  en un carnaval perenne y eterno.  

 En ocasiones, cuando hace tantísimo viento se mueven las campanas y el badajo suena sólo a muertos. Y entonces vienen todos, a saber de dónde y se juntan en la iglesia y guardan tanto silencio porque ya están acostumbrados a estar callados en el cementerio. Entonces entra un esqueleto blanco, huesudo y cojo. Y dice muchos latines y la gente yerma dice amén, amén…mientras una luz minúscula en el lampadario crea un ambiente tétrico y espantoso.

 Pero el viejo no va a la iglesia porque tiene miedo del miedo y sabe que en el pueblo ya no hay nadie y los que se mueven, cuando hace tanto aire, lo hacen, como fantasmas, con permiso del cielo.  

Por la tronera observa la calle. Nadie. Unas gallinas se vuelven locas  destripando una musaraña en el hormiguero. El perro levanta el hocico para olisquear las corzas o los jabalíes de pelo hirsuto y muy feo. Desde su ventanuco observa el halo blanco de la luna que cubre la cara con un precioso velo. Se estremece aquel hombre y observa el rastro de una víbora escribiendo en el suelo.

Ruidos se oyen, hoy, en el desván. Son los vencejos. Se ríen volando y armando jaleo. Sale corriendo pero ya se han marchado... ¡Inútiles! Les grita, mientras blande al cielo encapotado su cayado viejo. Envidia les tiene a los tristes bichejos. 

Y si aquí ya no hay nadie… ¿Quién ha dejado en su puerta, en una bolsa, un zapato viejo? 

Aúllan los lobos y ladra su perro y así pasa noche tras noche arreglando el zapato con el tac-tac del martillo y rezando en silencio. Y acaricia, despacio, sin prisa ninguna, el rosario de cincuenta y dos cuentas, todas de cristal negro.

Carnaval, carnaval. El can de aquel hombre, y ya lo hemos dicho, levanta el hocico  y lee los vientos como si éstos fuesen… el periódico digital del tiempo.

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