Opinión

La tómbola de la vida

Como quiera que la vida es un carrusel y así hay que tomarla y afrontarla, hace unos días, y durante el partido de fútbol que enfrentó a las selecciones de España y Macedonia en el desierto marco de Valdebebas, se volvieron a encontrar dos personajes que protagonizaron veinte años antes uno de los sucesos más amargos y recalcitrantes del balompié hispano en sus citas internacionales.

Ocurrió en los cuartos de final del Mundial de 1994 en los Estados Unidos cuando el defensa Tassotti le partió la nariz de un codazo a Luis Enrique impidiendo, no solo que marcara un gol que desharía el empate y probablemente nos otorgaría el pase de ronda, sino que el colegiado ni pitó el correspondiente penalti ni enseñó al zaguero milanista tarjeta roja como era de rigor. En la jugada de vuelta, la delantera azul nos pilló con el pie cambiado y nos marcó el gol de la victoria. La estampa de Luis Enrique retirado sangrando a chorros por la nariz y llorando a lágrima viva dio la vuelta al mundo porque además, España vestía de blanco y la camiseta del exterior asturiano era un puro amasijo sanguinolento teñido por la hemorragia.

Veinte años largos después, sus caminos volvieron a encontrarse demostrando que el destino es un juego a veces perverso y siempre sorprendente de casualidades y caprichos. Mauro Tassotti llegaba a Madrid convertido en primer ayudante de Andriy Shevchenko, Balón de Oro de 2004, estrella rutilante del fútbol europeo, y diez años defendiendo la elástica del Milán con un breve paréntesis jugando en el Chelsea de por medio que es ahora seleccionador de su país. Y Luis Enrique volvía a ocupar el banquillo español tras su obligado paréntesis tras la pérdida de una hija. Ambos se encontraron en la banda y se saludaron con respeto olvidando por un momento aquel triste episodio que nos indignó a todos. La procesión va por dentro.

Afirmar sin petulancia y con el rigor exigido que la vida es una tómbola más allá de aquella canción que Augusto Algueró compuso para Marisol en el cine, es más que una anécdota, una obligación. Y sospechar que los caminos divergentes acaban coincidiendo es otro paso más para aceptar nuestra breve condición humana. Yo, como soy un firme creyente en los devaneos del destino, he procurado no dejar atrás muchas cuentas pendientes. Alguna hay, desde luego, es inevitable. Pero hay que tratar de que sean las menos.

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