LA REVISTA

El último tiro del cazador

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Aquellos días -julio de 1961- el escritor andaba raro. Nada que ver con el torrente que lo llevó a serpentear todos los peligros, como conducir una ambulancia en la Italia de la primera gran guerra.

No eran ni las 7 A.M. y el día se vencía a plomo, como si la verdad se sirviera ya gastada. La noticia ocuparía las primeras de los rotativos, era Ernest Hemingway (Oak Park, Illinois, 1899-Ketchum, Idaho, 1961).

A Mary Wells, su cuarta esposa, la conoció en plena contienda; ella, también periodista, trabajaba para la revista Time. Eran las postrimerías de una guerra y él, un hombre casado -ella también-, sin embargo, aquella petición de casamiento después de almorzar resultaba creíble. El león, desde su atalaya de un metro noventa rugía de nuevo; se casarían en 1946.

Aquellos días -julio de 1961- el escritor andaba raro. Nada que ver con el torrente que lo llevó a serpentear todos los peligros, empezando por la conducción de una ambulancia en la Italia de la primera gran guerra, con apenas 18 años. Todo en él había mudado en silencio, miedos injustificados, aunque fuera más que real que el FBI le siguiera los pasos.

Con la única vestimenta posible -la “túnica del emperador”- que a cualquiera le señalaría en ridículo, tras vislumbrar con melancolía la atmósfera de la mañana, abandona la estancia con el sigilo del suicida. Mary duerme con el desvelo de la incerteza, el que le había llevado ya al hospital de Sun Valley y a la clínica Mayo para aplicar sobre el escritor terapias de choque.

No era la primera vez que lo encontraba acariciando su preciada Boss empujando cartuchos del 12 grande. La sangre y la violencia extrema nunca amilanaron su espíritu, su vida había sido un espectáculo en forma de belleza y sangre, animal o humana. Es probable que -en su pensamiento- el FBI, le pisara los talones. Dos tiros sin pausa, y el silencio roto despiertan los peores presagios. “Un accidente, ha sido un accidente”, que nadie piense en lo contrario.

A sus 62 años la casa era un arsenal, presionar el gatillo, un gesto más interiorizado que pulsar la tecla y posicionar pensamientos en frases carentes de subordinadas sobre un folio en blanco, al menos hasta que éste se había rebelado contra el Nobel. La escritura se había convertido en tormento, alguien del FBI seguía sus pasos. Fue un accidente, créanme.

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