Opinión

Una de profes

Hay veinte personas juntas. Algunas tosen, otras estornudan… Sin darse cuenta, las más descuidadas se limpian los mocos con el brazo o las manos y después lo tocan todo: mesas, sillas, cabezas de compañeros…, y como es un grupo feliz, hay gritos y sonrisas que hacen que el aire de sus pulmones salga con fuerza y alcance los territorios más lejanos de la “burbuja” que habitan.

Dirigiendo la orquesta está alguien a quien llaman profe. Tiene un bote de gel en las manos -las tizas y los rotuladores de la pizarra electrónica ya han pasado a mejor vida-, y les repite una y otra vez a los burbujos que deben cumplir las normas de protección ante el covid-19. Lo de “profe” podríamos pensar que viene de “profiláctico”, pero no: se trata de la abreviatura coloquial de profesor o profesora, es decir, una persona que se dedica a la enseñanza.

Pero volvamos a la burbuja: por supuesto que cuando la pompa es habitada por seres de temprana edad, la mascarilla no es obligatoria. Eso hace que el coronavirus no tenga mayor problema para integrarse en el aula. Estamos en septiembre, mes de cambios, acomodaciones y nuevas amistades. Al principio, cuesta un poco, es cierto, y quizás por eso, de entrada, la burbuja no quiere ser descortés, y desde sus diáfanas ventanas ofrece al virus las máximas facilidades para que se sienta como en casa.

Al mismo tiempo, la educación intenta abrirse paso a codazos, pero le dicen que se espere, que primero es la seguridad de los alumnos y que luego ya vendrán los conocimientos, la formación, todo eso que se hace en las aulas…

“Profe” -que llegado este punto hace ya más labores de medicina, enfermería, psicología y limpieza- se pregunta si el resto del curso va a ser así. Teme que la membrana de la burbuja se vaya al garete y les explote en las narices. Por eso consulta qué ocurriría si se diera el caso. Los que saben de estas cosas le dicen que no se preocupe, que si hubiera un contagio masivo se cierra el colegio y punto. Así de fácil. Apelan a la experiencia de la tele-educación, que ha ido muy bien (a pesar de que nunca una vivienda se asemejó tanto a una mina como en el confinamiento). “Si hay que repetirlo, estamos preparados”, le dicen.

Eso a mí me tranquiliza. Porque está muy bien que nos desvivamos por el turismo; reconozco que es imprescindible para la convivencia humana que haya terrazas, hoteles, juerga, británicos, alemanes, franceses, cafés, copas y puros desmadres (por cierto: ya nadie habla del calor que mataba al coronavirus). Pues eso, admito que no somos nada sin fiesta ni siesta. Pero, ¡caray!, habrá que ir pensando en septiembre. Más que nada porque si ya logramos desterrar los viejos métodos del castigo físico en la educación, no vayamos ahora a proclamar que: “La letra con virus entra”. No sería nada didáctico.

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