Opinión

La conmoción del 11-M

Son pocas las fechas de la vida social, no digo la familiar, que recordamos con nitidez. Seguramente todos nos acordamos de cómo vivimos el 11-S y, por supuesto, el 11-M. Del 11 de marzo de 2004 y los días siguientes recuerdo tres momentos que a mí me parecen realmente significativos de lo que se vivió en España. El primero fue cuando vi en la televisión lo que estaba ocurriendo en la estación de Atocha, e inmediatamente pensé, perdonen la inmodestia, que el atentado era obra de la yihad islámica, básicamente porque el sistema era el mismo que el de los atentados del 11-S en los Estados Unidos y era coordinado en la forma y en el tiempo, sólo había que cambiar los cuatro aviones por los cuatro trenes. No sé, como se ha discutido después, si el autor del atentado fue Al Qaeda corporación, o una franquicia de Al Qaeda o una sucursal española de esa organización terrorista, pero sí sé que su origen intelectual o material estuvo en ella.

El segundo recuerdo fue cuando me encontré con un conocido que iba a la manifestación contra ETA, que en un primer momento se pensó que era la autora, y yo le dije que para mí el autor era “Al Qaeda en pequeño”. Me miró sorprendido y yo no hice ningún comentario porque se trataba de una mera impresión, que al final no iba desencaminada, como se demostró.

Lo tercero y último que recuerdo, aunque tal vez lo más significativo, fue que estaba en el Juzgado y al salir me encontré con un compañero abogado y otra persona que se nos unió y los tres, en confianza, subimos hablando por la avenida de La Habana contando cada uno las noticias o rumores que circulaban sobre el número de víctimas, el método utilizado y la posible autoría. Recuerdo que hablábamos de unos cien muertos, lo que ya parecía una autentica barbaridad, pero al final resultó que fueron aproximadamente el doble, y miles los heridos. Lo curioso del caso es que al llegar al cruce con la calle Curros Enríquez, mi compañero abogado y yo nos despedimos del tercer acompañante muy afablemente y, cuando se alejó, yo le pregunte a mi compañero: “¿Cómo se llama tu amigo?”, y él, sorprendido, me dijo: “Yo no lo conozco, ¿no es amigo tuyo?”, a lo que yo le respondí: “Yo tampoco lo conozco”, y los dos sonreímos, sin duda pensando que era tal la conmoción que estábamos pasando que hasta nos podíamos permitir la licencia de charlar, mientras caminamos un buen trecho, con una persona anónima a la que no conocíamos de nada, solamente para enterarnos de la última noticia de lo ocurrido. Nunca más volví a ver a aquella persona.

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