Opinión

De imputado a investigado

Esto de las imputaciones judiciales está de moda en la política, lamentablemente. Y digo lamentablemente porque algunos hacen de ellas el centro y el mérito de su acción política, en vez de centrarla en la gestión de los asuntos públicos. Pero, ¿qué significa técnicamente estar imputado? La Ley del Jurado de 1995, en su Exposición de Motivos, dice que según el Tribunal Constitucional (sentencias 44/1985, 135/89 y la de 20/9/93), imputada es “toda persona a quien se atribuye, más o menos fundadamente, un acto punible”. Es decir, dándole la vuelta a la definición, una persona puede ser imputada con ¡más o menos! fundamento. Si estaba o no fundada –no si fue jurídicamente correcta- lo decidirá el Juez al finalizar la instrucción.


El caso es que la imputación se ha convertido en un estigma social, especialmente para las personas públicas que, aunque después sean absueltas, quedan marcadas y a veces aniquiladas. Por eso, antes de “juzgar” social y políticamente a un imputado, hay que saber muy bien en que nos basamos. Por ejemplo, no es lo mismo imputar a una persona a la que se le detiene con un puñal ensangrentado en la mano y al lado de un muerto apuñalado, que hacerlo al que le acusa de estafa un deudor moroso, la famosa “querella catalana”. Como no es lo mismo que un político sea imputado por haber dictado una resolución administrativa discutible y desafortunada, que lo sea porque ha metido la mano en la caja. En lenguaje coloquial, es muy distinto meter la mano que meter la pata, aunque la metedura de ambas extremidades, e incluso de las narices, puede acabar en una imputación.


En fin, esa figura jurídica se ha convertido en un sambenito, término que como se sabe se atribuía al hábito, poncho o túnica que en la época de la Inquisición tenían que vestir en procesión los herejes o los “cristianos nuevos sospechosos”, o sea los judíos conversos, cuando eran castigados por la misma. El sambenito era algo humillante, infamante. Con todo no voy a ser yo quien defienda a los “chorizos”, pero sí quien defienda la presunción de inocencia, a través de esta columna o en juicio, porque cuando un inocente es imputado y, como consecuencia de ello, vilipendiando públicamente, el daño es irreparable.
Y como este término ha degenerado en un estigma social, me parece muy buena idea la del ministro de Justicia que en el anteproyecto de Ley Orgánica de Enjuiciamiento Criminal ha propuesto sustituir el término imputado por el de “investigado”. Al final, desde un punto de vista técnico, ser imputado o investigado será lo mismo -se trata de una investigación con todas las garantías para la persona afectada-, pero desde el punto de vista social la cosa cambia por que, en términos coloquiales, al afectado le quitamos el sambenito de equiparar imputado a delincuente.


Es curioso como nuestro sistema jurídico que, por ser muy garantista, creó la figura del imputado como un medio de proteger todos los derechos del ciudadano, sea persona pública o privada, ha dado lugar a que sociológicamente la imputación, tenga o no fundamento, sea una infamia. En la antigua Roma la infamia era la degradación del honor civil. Siempre me han parecido terribles los casos de personas que se han pasado 20 o 30 años en prisión por un crimen que después se prueba que no han cometido, ya no les digo los que siendo inocentes han sido condenados a la pena de muerte. ¿Por qué creen ustedes que en Estados Unidos un condenado a la pena capital se pasa años y años en el corredor de la muerte?, ¡por si acaso!


La imputación se ha convertido en un sambenito “cuasi inquisitorial”, pero con una diferencia, el sambenito en la Edad Media “sólo” se llevaba en el pueblo (lo de “sólo” es por el dicho: “pueblo pequeño, infierno grande”), mientras que ahora la imputación se difunde al instante por todas las redes sociales. Para que quede claro, justicia sí, sambenitos inquisitoriales o infamia romana, no.

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