Opinión

Chateaubriand lo sabía bien

En qué consiste nuestra miseria? Me refiero a la miseria humana, esa que se contrapone a la grandeza que, en ocasiones, al menos en ocasiones, dignifica nuestra existencia. ¿En qué consiste esa miseria? Unos amigos nos traicionan, nos abandonan otros, les suceden otros y distintos, van y vienen las relaciones y siempre hay, hubo o habrá un tiempo en el que no poseemos nada de lo que fue nuestro, otro en el que somos dueños de algo de lo que nunca lo fuimos de forma que nunca tenemos una sola y misma vida, sino varias, una detrás de otra, y en esa sucesión de vidas radica nuestra miseria. Son palabras, casi exactas, de Chateaubriand que me permito recordar no sé todavía muy bien por qué.

A veces la escritura se convierte en una indagación en la oscuridad de modo que te aventuras en ella a partir de un recuerdo, quizá también llevado de una emoción sentida a la par del viento que levantó una palabra o simplemente de un sentimiento surgido al amparo del tacto porque dejaste ir tu mano hacia el estante de los libros que más amas y tus dedos se posaron sobre el lomo de uno que, acto seguido, abriste dejando sus renglones al alcance de tus ojos para abandonarte a su lectura. 

Otero Pedrayo murió mientras leía las “Memorias de ultratumba” de François-René de Chateaubriand, nacido en Saint-Malo, bretón por lo tanto, capaz de analizar el alma humana diseccionándola con la pluma que manejaba como si fuese un bisturí, esa alma cuya entidad interesó a Don Ramón hasta su último minuto.

Acabo de leer una novela espléndida, una magnífica novela, cuyo final transcurre precisamente en Saint-Malo. A lo largo de toda ella, en ningún momento, es evocada la figura del gran contrarrevolucionario que formó parte del ejército que fue conocido como el de los Príncipes y combatió a Napoleón. No se cita en ella a Chateaubriand y eso a pesar de que en ella se trata tanto de la miseria como de la grandeza humana, de las guerras y las vidas de quienes las viven antes y después de haber padecido la miseria propia o la grandeza ajena.

Se trata, esa novela, de la que obtuvo el Premio Pulitzer de este año 2015. Se titula “La luz que no puedes ver”, en su versión española y “All the Light We Cannot See” en su edición original. Escojan la que prefieran. La escribió Anthony Doerr. Léanla, si quieren. A lo mejor después regresan a Chateaubriand llevados de ese viento, suave y lejano, del que hablamos antes. Un viento que empezó a soplar a instancias de otro e indefinible y también suave viento del recuerdo que se arremolinó con otro, el que trajo la evocada figura de Don Ramón desde algún lugar de la memoria.

Y así regresamos a la consideración de la miseria determinada por las varias vidas que tiene una persona y en esa sucesión se ve condenada a ella en no pocas oportunidades de su existencia. Chateaubriand lo sabía bien. Vivió los primeros días de la Revolución Francesa. Luchó contra ella en el ejército que se dijo. Abandonó las armas para vivir unos años en Londres. Escribió su “Ensayo sobre las revoluciones”. Se convirtió a una nueva religión. Publicó los cinco volúmenes de “El genio del cristianismo”. Fue secretario de la embajada francesa en Roma nombrado por Napoleón y acto seguido ministro plenipotenciario en el Valais. Rompe con el imperio. Viaja por el Oriente. Ejerce de embajador en Suecia. Sigue a Luis XVIII durante Los Cien Días. Es nombrado ministro de Estado y par de Francia. Se pasa a la oposición tras escribir un folleto titulado “La monarquía según la Carta”. Vende su biblioteca para poder pagar sus deudas. Luis XVIII le nombra embajador en Berlín. Más tarde lo será en Londres. Apoya que Los Cien Mil Hijos de San Luis restauren en España el absolutismo de aquel gran zascandil que se llamó Fernando VII. Se pronuncia en la Cámara de los Pares contra el régimen de Luis Felipe – sufre un proceso como conspirador legitimista y al fin muere para que se le entierre en un islote cercano a Saint-Malo. 

Todas esas vidas superpuestas producen miserias y grandezas, grandezas y miserias, que varían según quien las contemple y según sean los momentos de ellas que se consideren. Chateaubriand lo sabía bien. Analizándose a si mismo nos analizó a todos. Describiéndonos se estaba describiendo a él. De un modo u otro lo dejó escrito: “Los hombres suelen confundir el error con la verdad, porque cada facultad del corazón o de la mente tiene su falsa imagen: la frialdad se parece a la virtud, el razonar a la razón, el vacío a la profundidad; así ocurre con todo”.

Vivimos tiempos, si no prerrevolucionarios sí de zozobra en los que cosas de una falsedad evidente son creídas y repetidas como artículos de fe para que con el tiempo adquieran una especie de verdad y autenticidad de mentira que nada podrá destruir. Son de nuevo sus palabras, estas que acaban ustedes de leer. Vivimos tiempos inciertos, interesantes tiempos en los que todas esas cosas suceden y se suceden, ustedes determinarán cuáles son o debieran ser repetidas como artículos de fe o cuáles no deberás serlo nunca porque de ellas han de derivarse la miseria o la grandeza que los tiempos les deparen. Y con cada uno de ustedes a cada uno de nosotros.

Si no es así conformémonos con leer, si no las “Memorias de ultratumba” si “La luz que no puedes ver”, para ir admitiéndonos en esa falsa complejidad de nuestro comportamiento a la que nos quieren reducir, cuando este es más sencillo de lo que nos habíamos imaginado y nos hace oscilar según sopla el viento de la razón; según el del sentimiento; según lo hace el del recuerdo o según se agita el de la memoria que son, todos ellos, como les decíamos la pasada semana, vientos que llegan según hayas vivido o según te haya sido transmitida la forma de concebir el mundo en el que habitas. A Chateaubriand y a Don Ramón debió de ser lo que les pasó. Con ellos a tantos otros.

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