Opinión

Cien nueces vacías para el bardo

Sé que me repito, pero no puedo evitarlo. Según avanzan los años, retroceden las esperanzas y suele uno buscar refugio en las viejas lecturas, en las olvidadas afirmaciones, también en los viejos sentimientos que nos habitaron y nos habitan sin decidirse nunca a abandonarnos. Pensarán unos que esto es bueno, lo considerarán nefasto otros y, los más jóvenes, o bien descubrirán la pólvora o bien acabarán por descubrir ese mediterráneo que todos hemos descubierto alguna vez... pues tan ingenuos somos todos. El caso es que hoy regreso a Chateaubriand quien habrá sido en vida todo lo que ustedes quieran, menos tonto, y nos legó verdades suficientes como para llenarnos de tristeza, muchas veces, o alimentar nuestra esperanza en tantas otras.

Cuenta Chateaubriand que, allá por el año 1400, en el ágape del Gran Maestre de la Orden Teutónica, un bardo cantó las hazañas guerreras, las heroicas hazañas guerreras de los antiguos guerreros de su país y que lo hizo, pues tuvo a bien hacerlo así, en prusiano antiguo. Como nadie comprendió su canto, lo premiaron con cien nueces vacías. Continúa Chateaubriand con una reflexión que estremece, si pensamos en que fue hecha hace ya casi doscientos años, pues dice: "En estos momentos, el bajo bretón, el vasco, el gaélico se mueren de cabaña en cabaña, a medida que se mueren los cabreros y los labradores". 

Si los que son lectores asiduos, unos, fieles otros, curiosos algunos y también aquellos que esporádicamente se acercan por este espacio y en su conjunto lo recuerdan, en bastantes de las oportunidades anteriores a esta de hoy, hablamos aquí de la despoblación del campo, pero también de la extinción, mejor aún, de la paulatina desaparición de la fauna propia. Al tiempo que lo hicimos, también, de la transformación de los colores que definieron nuestros paisajes durante milenios y que han sido sustituidos, ya en su mayor parte, por otros más tristes, menos vivos y más lúgubres, que son los que visten a los pinos y a los eucaliptos que nos han ido invadiendo y, estacionalmente, pero con mayor intensidad de amarillo en las afueras ourensanas por esas malditas mimosas que son tan hermosas y tan bien huelen como dañinas resultan.

Fuimos un pueblo de labradores y ganaderos, de marineros y navegantes y ahora somos un pueblo de camareros y funcionarios, ocupantes no ya de las viejas y hermosas y vetustas e incómodas aldeas, sino de las márgenes de las carreteras, convertidos en espectadores de televisión, entretenidos nuestros afanes en las redes sociales, mientras el gallego es ya otro y -como el bretón bajo, el gaélico y otros que Chateaubriand no considera en su escrito- agoniza lentamente, asistido que está por un espléndido equipo especializado en la aplicación de cuidados paliativos que está consiguiendo hacer el tránsito lo más dulce posible.

Nadie ignora que todo lo que nace crece y que cuando lo hace, cuando crece, se reproduce y desarrolla de modo que al final, por poco que nos apetezca o guste, muere; de "morte morrida" casi siempre, pero de "morte matada" algunas otras. La vida es inexorable.

Somos muchos los que queremos que no muera el gallego, llámenlo egoísmo o lo que quieran. No queremos que lo haga porque, si así sucediese, con él moriría una parte de nosotros, la más nuestra y real, la más propia, aquella en la que guardamos los afectos, los olores antiguos, las más antiguas sensaciones, los colores de la huerta más cercana y los aromas familiares desprendidos por las personas más amadas. Hace poco me emocioné porque alguien me trasladó el olor a cloroformo, a eter, que durante mi niñez solía traer mi padre al regresar del hospital en el que trabajaba. Si fuese posible volver a escuchar el canto de un carro, el destemplado sonar de su eje como un violín destemplado, no descarto la posibilidad de verme envuelto en sollozos; perdón, en saloucos. Es de sospechar que los más de los de mi edad seamos ya unos supervivientes, unos náufragos de un tiempo ido, que pronto será olvidado. Quienes nos sigan seguirán siendo gallegos, sin duda alguna. Los kallakoi de los que habla Estrabón lo eran; los oestrimnios de los que habla Risco en su Historia de Galicia, que es como un cuento, sin duda que también lo fueron. Por eso lo serán los que nos sigan, pero ha de ser una lástima que no puedan decir brenza ou saraiva, orballo ou tenza, vacaloura e doniña, dorna e leme, arca e couso, y tantas y tantas otras palabras que únicamente el temor a la pedantería me impide dejar debidamente reflejadas.

No busquemos culpables. somos nosotros y nadie más quienes lo consentimos del mismo modo que asistimos imperturbables a la desaparición de nuestra agricultura, de nuestra ganadería o de nuestras artes tradicionales de pesca; nosotros, al asistir impávidos a todo ello, mientras hacemos buena la sentencia de Castelao: o galego non protesta, emigra. Chateaubriand, que era bretón, lo dijo de otro modo; después, mucho después, en 1972, llegó monsieur Pompidou y afirmó que la existencia del bretón, del poco que aún sobrevivía, era incompatible con la del francés y que, por lo tanto, sería conveniente proceder a su eliminación. Aquí nadie se atrevió nunca a tanto, quizá por eso sea conveniente señalar que lo que nos pasa sea también culpa nuestra. Pero no creo que espabilemos. Y espero que nadie me envíe cien nueces vacías.

Te puede interesar