Opinión

La cuestión es quién manda

Tan otra y tan distinta es la realidad actual respecto de la pasada que ya empezamos a seleccionar las películas de acción, las de polis, no solo por el elenco -el casting, que dicen los cursis- sino por el año de realización que se nos facilita en la información pertinente. 

Es como si quisiéramos dejar atrás el primer milenio de nuestra era, como si nos molestase, tal que si fuéramos ya unos expertos en esto de vivir en el segundo y, no habiendo hecho todavía el pertinente cursillo de reciclaje, quisiésemos aparentar exactamente lo contrario: que ya vivimos en la nueva realidad, respirándola a pulmón pleno. 

Esto que se dice es un comentario hecho con todas las reservas pues de todo habrá en la viña del Señor. Pero lo que sí es cierto y no tiene duda es que cada vez es más gente la que consulta el año de filmación de la cinta cinematográfica que nos disponemos a contemplar en las pantallas de nuestros televisores.

Se desconoce cuál será la razón de esta inquisitoria manía colectiva que nos ha entrado; en ocasiones, se pudiera pensar que, tratándose de argumentos en los que prima la investigación, las películas anteriores al año 2000 ofrezcan instrumentos de comunicación y análisis que ya nada, o casi nada, tienen que ver con la proliferación de estos que nos rodea y película en la que, por ejemplo, no pueda haber teléfonos móviles y la deducción tenga mucho más que ver con la inteligencia que con la informática, no se nos ofrezca creíble y mínimamente accesible como para fiar nuestra credibilidad al uso de la inteligencia deductiva.

Imaginémonos una atrocidad como la cometida por ese rianxeiro detenido a primeros de año y pensemos en cómo sería la resolución del caso sin la presencia de cámaras de televisión en las carreteras a la vez que careciendo de teléfonos móviles que nos fuesen marcando pautas y desplazamientos, ubicaciones y circunstancias de toda índole. La imaginación de quien estuviese presenciando una película referida a un caso similar al de A Pobra do Caramiñal, pero que tuviese lugar en los años ochenta del pasado siglo, o incluso en los noventa, iría siempre por delante de la de los guionistas de la historia y la película, muy probablemente, se convertiría en un fracaso. 

Estas pamplinas que se le ocurren hoy al escribidor tienen, sin embargo, un poso de veracidad que el lector atento deberá considerar por si debiera tenerlas en cuenta. La narración en imágenes de unos hechos cualesquiera implica la utilización de una gramática propia, de una gramática de la imagen, que hoy más que nunca debe partir del lenguaje habitual en la calle. Si esto es bueno o malo ya es harina de otro costal. Pero si en una novela se utiliza un lenguaje desgajado de la realidad reinante, si ese lenguaje es decimonónico o siquiera levemente alejado del actual en su terminología, cargado de refranes o de frases hechas que ya dejaron de ser usadas, el tinglando construido se puede venir abajo con tan solo coincidir con el relato de una acción mínimamente desacorde con la historia que se cuenta.

Nos engañamos, o nos engañaron, vayan ustedes a saberlo, cuando hace años nos dijeron que estábamos entrando en una crisis económica porque, a todas luces, lo que estamos viendo es que estamos en un cambio de ciclo en prácticamente todos los órdenes de nuestras vidas. Y no solo en el lenguaje.

Sigue habiendo el mismo dinero que había, solo que este ha cambiado de manos de una manera que se diría indecente, cuando no obscena, que redujo a la mayoría de la población a ejercer un menor dominio de sus vidas y de la de la realidad que la rodea que el disfrutado, hasta entonces, en la mayoría de los países del mundo occidental, entre ellos e indudablemente el nuestro.

Al mismo tiempo, las palabras que eran de uso común, están dejando de serlo postergadas que están siendo por las que la nueva realidad aporta y las están barriendo. La afirmación de Humpty Dumpty en el capítulo VI del libro de Lewis Carroll titulado "Alicia a través del espejo": "Una palabra (...) quiere decir lo que yo quiero que diga" está hoy en plena vigencia y, también como en el libro, "la cuestión está en saber quién es el que manda", quién o quiénes son los que deciden lo que significan las palabras y cuál es el debido uso de los instrumentos que enmarcan nuestra realidad como nunca en la historia estuvo enmarcada la de aquellos que nos antecedieron en lo que solemos llamar, quizá algo ingenuamente de más, el dominio de la Tierra.

No nos valen las películas en las que los polis y los ladrones no tienen teléfonos móviles -entiendan que es una forma algo pedestre y limitada de describir una realidad- y nuestro lenguaje empieza a limitarse a emoticones y otras zarandajas que lo único que hacen es limitar nuestra capacidad de expresión y, por añadidura, de comprensión de la realidad en la que vivimos; es decir, estamos siendo desarmados, estamos siendo barridos por la tecnología, regresando al "Deus est Machina" que lo explica todo gracias a un artilugio, a un artificio que desciende desde las alturas para resolver los misterios las tramas de acuerdo con los intereses de quien es otro misterio en si mismo; pues tan alejado permanece del común de los mortales sin necesidad de mayor explicación ni análisis. Y nosotros, como parvos, releyendo el Twitter.

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