Opinión

Envolvente atmósfera política

Es casi seguro que hoy haya cambiado tanto las percepción de lo que les voy a hablar que lo que me gustaría decirles acabe sonándoles a una pura tontería; pero es el caso que tengo un empacho insólito, tan insólito como inesperado, de todo lo que me huela a política. Y excuso decirles si me suena a política autonómica, que es una forma elusiva de referirme a la política catalana y, con ella, o a la par de ella, a las ondas concéntricas que las piedras tiradas sobre la superficie de su parte del común estanque, en el que mal que bien nadamos todos, aquella parte que supusimos llena de seny, han esparcido por las riberas de las otras partes del estanque que ocupamos el resto de los iberos. 

En los barcos, que era de lo que yo quería hablarles, pero ya ven que no, que la intoxicación es fuerte, en los barcos, cuando había un fuerte temporal y no había manera de superarlo, se echaba mano de un último recurso consistente en soltar todo el aceite posible alrededor del buque para que el aceite así vertido calmase el ímpetu del oleaje. 

Eso recomendaban los textos que estudiábamos entonces. La verdad es que pasé temporales importantes. Recuerdo y recordaré siempre el nombre de los tres ciclones que atravesamos en solo veinte días, precisamente por estas fechas, el Arlenne, el Beulah y el Chloe, pero no haber soltado ni una sola gota de aceite. Menuda multa por contaminación deliberada nos hubiese caído, aun entonces. Pero la teoría es la teoría. La práctica es otra cosa. También pasé otros temporales, esos ya en tierra, pero esos será mejor ni recordarlos.

Decía que era de los barcos de lo que yo quería hablarles, pero ya ven que tampoco. Al hablar de temporales y de remedios tan sencillos como el recomendado en los viejos manuales de los que se servían los marinos, pensé que el seny venía siendo una especie, sino de aceite, sí de bálsamo de Fierabrás que lo curaría todo. Pero ya vi que tampoco. Entonces caí en la cuenta de que acaso el bálsamo milagroso fuese no el artículo 155, sino la convocatoria de elecciones catalanas el próximo 21 de diciembre. Y ahí me quedé. Les prometo que no pasé de ahí. Ni siquiera lo intenté.

Una vez llegado a ese punto de "no intento" creo que debo regresar a la percepción de la que pretendía hablarles según empecé a escribirles pero ya ven como la lie y hasta aquí hemos llegado. 

El caso es que en aquellos tiempos en los que los ciclones solo tenían nombres femeninos y las tripulaciones de los barcos permanecían a bordo durante años y años, uno detrás de otro y a veces sin vacaciones, entonces, se percibían los cambios de tiempo, el transcurso de los usos horarios, pero en cambio no se enteraba uno del tiempo de florecer los árboles y las plantas, tampoco del tiempo de dar sus frutos esos árboles, ni del de perder sus hojas, de modo que en un mes de navegación, después de haber cruzado el océano en ambos sentidos y de haber ido del sur al norte del norte al sur y del este al oeste podías saber que habías atravesado cuatro estaciones sin ser prácticamente consciente de haber habitado en ninguna de ellas, sólo dentro de tu barco, solo con tu soledad y sus balances.

Pues bien, ahora tengo la impresión de entonces. Es como una especie de vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero y que tal y qué sé yo, que a ti te encontré en la calle, pues tanto es lo que la atmósfera política me envuelve, tanto, que no me deja ni sentir la ausencia del otoño. Y ya ven, el otoño, su presencia y las sensaciones que despierta, me parecen importantes. Hablemos del otoño, de lo rojas que estarán las vides de la Ribeira Sacra o de la dorada palidez de algunos arces todavía revestidos de sus hojas, hablemos de la roja llamarada que despedirán otros y de las luz que tamizan los castaños de modo que, si permaneces acechándola debajo de uno de ellos, la ves tan pura y tan diáfana, tan tensa, que sabes que si aprietas las uña del índice sobre la yema del pulgar, haces fuerza y la sueltas de repente, al chocar contra ese aire así de tenso, lo haría sonar como si fuese la invisible piel de un tambor que ignorásemos ocupando un espacio en nuestras almas. Así recuerdo yo el otoño en las tierras ourensanas, mucho antes de la llegada de pinos y eucaliptos que tanto defienden ahora madereros e ingenieros forestales.

Perdono el no poder subir a la parte de atrás de un carro de bueyes -en Ourense las vacas no solían arrastrarlos- observando el vuelo de las avispas sobre el mosto que ya ocupaba los bocois camino de la bodega en la que fermentaría. Ya no hay carros y apenas quedan bueyes. Lo que no perdono es la luz que nos robaron, la ausencia de los árboles amados, la irrupción salvaje de los que nos trajeron para ocupar las tierras más hermosas en los lugares menos indicados. 

Llega el otoño, al menos ya está aquí, intentando entrar desde hace ya semanas, pero no lo consigue en la manera deseada. Ni doradas hojas, ni mosto sobrevolado por avispas. Humo y llamaradas. Referéndums incendiarios. El seny que se esperaba mitigase los balances y el mareo que se fue por la cloaca de la historia y, los demás, a ver qué pasa desde este otro lado de la semiesfera en la que las coordenadas, no solo geográficas, han divido el mundo: de este lado el sentidiño, del otro el resto y sus demonios.

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