Opinión

Un escalón hacia el respeto mutuo

Somos un país con la mayoría de su población compuesta por creyentes católicos, fieles, más o menos fieles, a la doctrina emanada desde la romana y apostólica silla de Pedro, el cortador de orejas, que tan poco convenientemente se llevaba con su suegra… al parecer y ya desde mucho antes de que hiciera cantar al gallo por tres veces. Se recuerda así para dejar claro que, esto de la ortodoxia, es tan diáfano en unas ocasiones como oscuro en otras.

Somos un país con una mayoría de católicos fervientes, en unos casos, fervorosos en otras ocasiones, serenos y tranquilos en no pocas, e incluso también indiferentes en bastantes. Lo somos dirán unos que por tradición; que gracias a Dios lo somos, afirmarán otros; cuando lo cierto es que estoy convencido de que el Creador de todo lo visible e invisible ha de estar ocupado en su afición favorita -la de darle cuerda a los relojes de sol- ajeno a nuestras cuitas más inmediatas y, como mucho, en observar esa sutil diferencia, existente entre ateos y creyentes, que nace a la par del conocimiento de la documentada existencia de tres mil divinidades debidamente registradas en el archivo oficial correspondiente. ¿Cuál diferencia? La de que mientras que un ateo niega la existencia de esos tres mil dioses, un creyente, se limita a negar tan solo la de dos mil novecientas noventa y nueve. Quizá por eso a Dios suelan pintarlo con una sonrisa agridulce asomando por entremedias de su barba y quizá por eso Dios sea dulce y comprensible y su rostro sea afable y bondadoso.

El caso es que es cierto que somos tradicionalmente católicos; al menos, lo somos desde que los llamados y considerados Reyes Católicos procedieron a la creación del Estado Moderno y se llevaron por delante otras dos religiones, otras dos visiones de Dios, hasta entonces tradicionalmente hispana: la judaica y la musulmana, que ahora de nuevo e incluso, si ustedes así lo quieren, vigentes en España gracias a Dios y a la Constitución del 78… conviven junto con otras confesiones que no faltará quienes las juzguen como de menor cuantía.

Somos, por lo tanto, un país lleno de diversidad religiosa. Lo fuimos también bajo otros reinados en los que florecieron el respeto y la convivencia entre ellas a la par de las traducciones habidas entre los textos pertenecientes a unas y a otras, libros científicos unos, religiosos otros, llenos de sabiduría no pocos de ellos, también de remedios para los males que siempre azotan nuestros cuerpos cuando no nuestros espíritus. Esto que estamos empezando a vivir no es nada nuevo entre nosotros. Forma parte también de nuestra tradición más constructiva y amable, más diga de emulación y seguimiento.

Por eso parece de recibo el hecho de que el día en el que un judío ocupe la Presidencia el Gobierno, llegado el momento de jurar su cargo, lo haga sobre la Biblia o la Tora; del mismo modo en que, si es un musulmán, lo haga sobre el Corán o un católico sobre otra Biblia en la que esté incluido el Nuevo Testamento e incluso la imagen del Crucificado, porque se sobreentenderá que, ese juramento, afecta a su conciencia y a su honor, no a las conciencias colectivas, no a los colectivos honores, pues únicamente a ellos, a los personales, se les demandarán en caso de incumplimiento de algo jurado o prometido sobre lo que ellos consideraron más sagrado.

Por eso parece igualmente de recibo el hecho de que el nuevo presidente de gobierno haya jurado su cargo sin que ni el Corán, ni la Tora, ni la Biblia estuviesen sobre la mesa encima de la que únicamente reposaba un ejemplar de la Constitución (a la que deseablemente se le incorporen las enmiendas pertinentes que nos nuevos tiempos reclaman, amén) una Constitución que nos incluye a todos y protege y vela por los creyentes de una fe y de otra o incluso por los que no profesan ninguna creencia religiosa pues también ellos son ciudadanos o, si lo prefieren, dicho al modo vigente en estos últimos años, también son españoles, muy españoles e incluso mucho(s) españoles.

El nuevo presidente del Gobierno de España juró su cargo sobre un ejemplar de la Constitución. Pudo haberlo hecho delante de un crucifijo, es verdad, y de una Biblia. Pero entonces, encima de la misma mesa, deberían estar ese Corán y esa Tora, también un imagen de Buda, acaso algún símbolo de los seguidores de Krisnamuti, otro de los Brahmanes, cruces ortodoxas griegas y ortodoxas rusas, ídolos africanos, bahais, yorubas, otros que representasen a los testigos de Jehová, a los mormones, a los evangélicos, en fin, ustedes ya me entienden. Esa mesa así dispuesta resultaría demasiado abigarrada, ocupada por demasiados símbolos pertenecientes a gentes que se niegan mutuamente en sus creencias lo que es casi tanto como afirmar en sus sentimientos.

Celebremos pues el hecho, el innegable hecho de que lo más sagrado sobre los que pueda jurar su cargo un presidente del Gobierno de España, sea un ejemplar de la Constitución que nos abarca a todos, que a todos nos contempla y considera, de modo que ni cristianos, ni judíos, ni mahometanos, nadie, pueda sentirse preterido. Celebrémoslo. Más si es la primera vez que nos sucede porque celebraremos haber ascendido un escalón hacia la dignidad colectiva, hacia el respeto mutuo y compartido. El mismo escalón descendido tantas veces.

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