Opinión

Mi historia con una casi geisha

Una vez cené con una geisha. Pero que nadie se me alborote. La cosa no pasó de ahí. Así que remédiense encarcelados, miembros y bienes perdidos, recobren mozos y ancianos. En realidad con quien cené fue con una geiko. Insisto. El peligro se retira, los pobres van remediados, cuéntenlo los socorridos, díganlo los antonianos. 
En Kyoto -que ahora hay que escribir Kioto, de la misma manera que Tokyo se escribe ahora Tokio pero que, cuando yo anduve por allí, todavía se escribía de ese modo- las geishas se dividen en tres grupos, a saber: en primer lugar están las maikos, a las que nosotros llamariamos las novicias o, más paganamente, las aprendizas. Se inician éstas en el estudio y práctica de su condición futura, siendo aún muy niñas, para que enseguida, al tiempo que empiezan a reducirle el tamaño de sus pies con dolorosos vendajes que no se los dejan crecer en la medida natural, comiencen a ampliarle sus conocimientos en el campo de todas las artes y prácticas que ustedes, mis ocasionales lectores, imaginarse puedan y van desde las del amor hasta las de las ciencias pasando por aquellas que, desde antiguo, vienen inspirando las musas.

En segundo lugar están las geikos, el grado inmediatamente anterior al de geisha. Es el suyo, como ya se advirtió, un camino iniciático semejante al que recorren los masones y que en este, recuérdenlo, los tres grados son los de aprendiz, compañero y maestro, pues así en el de estas extraordinarias mujeres que se diría aladas por no decir angelicales. Y alados son los ángeles, pero también los demonios.

Las geikos son reconocibles por el peculiar modo de pintarse los labios que les imponen las geishas. Los llevan de modo que la pintura roja sitúe las comisuras de sus labios a mitad del recorrido al tiempo que sus curvas superiores se eleven de un modo que se diría lleno de desproporción y desmesura. Las geikos son casi geishas solo que más jóvenes y apetecibles a ojos de los hombres y sus bocas así pintadas disminuyen su atractivo; pero ya, ya, ya. Siguen siendo muy atractivas. Las geishas lo saben y así actúan; al menos en Kioto, ya que no en otros lugares.

Mientras la geisha tañía el shamisen con su púa, que ellos llaman bachi, lo mismo que nosotros en gallego llamaríamos y aún deberíamos llamar puga, la geiko nos daba conversación a un antropólogo japonés, cuyo nombre no recuerdo ahora con exactitud, y a mi. Lo hacía de modo que tenía la cabeza más vuelta hacia su compatriota durante más tiempo que hacia mi, y yo podía entretenerme en la demorada observación del limite que la pintura blanca que cubría su rostro y su cuello marcaba en este último.
Tan demorada en intensa fue la observación que llegué a entender -con una exactitud que diría solar y meridiana- la expresión, tan común e inconscientemente realizada, que se condensa en los términos “me la comería a bocados” o “está como para comérsela” , tan intensa atracción despertó en mi ánimo más ancestral, elemental y puro. No le mordí el cuello porque fui bien educado.

Se qué debería incidir más en el hecho de que aquella joven diecisieteañera le mantuviese la conversación de igual a igual a aquel antropólogo -Tanaka creo recordar ahora que era su nombre, considerado el más importante de Japón en aquel tiempo- hablando de Shamisens y de Mukuris, de biwas (una especie de laúd con mango corto, si bien recuerdo) o de gekkim o kotos, mientras la geisha seguía, dale que te pego, al shamisen hasta envolvernos con sus sonidos pentafónicos y repetitivos que acabarían por sedarme como si fuesen melodías gregorianas. Quizá la geisha se hubiese dado cuenta, son muy listas, de la casi irreprimible tendencia de mi ánimo abocada hacia el cuello de la dama. Sé que no debería hacerlo, ni siquiera comentarlo, pero lo que yo recuerdo ahora es que aquel cuello enamoraría al Arcipreste de Hita, ya sabe, el que escribió aquello de qué talle, qué donaire, que esbelto cuello de garza. ¡Ah, qué tiempos!
Fui varias veces a Japón y lo más probable es que no regrese allí en lo que pueda quedarme de vida. Lo extrañaré siempre. Ellos son como una especie de gallegos del sol naciente y nosotros algo así como unos japoneses del sol poniente. Una vez se lo dije a Feliciano Fidalgo, el amigo tan llorado, cuando andaba haciendo un reportaje sobre Galicia que publicaría en el dominical de “El País”. Pues bien, al día siguiente se encontró en Lugo con un grupo de japoneses a los que les planteó la frasecita preguntándoles si la subscribían. Le respondieron “depende”.

De aquellos viajes me traje conmigo unos incipientes cedros que arranqué al pie de las tumbas de los emperadores japoneses que están enterrados en el Koya Sam, en el monte sagrado japonés, en donde yacen al lado de los poetas más notables. Emperadores y poetas, juntos para la eternidad. Eso es un país, lo demás son flores.
 Los cedros no fueron arriba. Hoy serían inmensos, tan altos se ofrecían, tantas sombras deparaban. En cambio sí enraizaron dos arbolitos más que arranqué al pie de la tumba de Masmo Batso, el gran poeta japonés del siglo XVII, el autor de las más hermosos haikus que yo haya leído nunca. Uno de ellos, ya crecido, se lo llevó una intensa helada de hace ya bastantes años, aquella que congeló el Arnoia en Allariz y permitió que la gente lo cruzase a pie por el Arnado. Pero el otro sobrevive casi al pie del ventanal del estudio en el que estoy escribiendo esto para ustedes.

Los japoneses que vinieron por mi casa nunca supieron decirme qué clase de árbol es el que crece amparando la tumba de Masmo Batso y un pequeño trozo de mi huerta, pero yo creo que se trata de un serval de los cazadores. Ahora estoy esperando a que lleguen los jilgueros a posarse en algunas de sus ramas. No sé qué años tardará en morirse. Cerca de él crece una glicinia que llegado el verano extiende sus tentáculos hasta oprimirlo de modo que se diría asfixiante, pero como antes lo orló de racimos hermosos y morados, dejo que compitan y cada uno haga su camino.

Sé que esta evocación dominical de hoy no es del corte del que ya va resultando habitual; es decir, no es muy orensana, pero si les parece insistiremos en ellas a lo largo de otros días. Para compensar en algún modo en no habérselo advertido antes, digamos que me pregunto si esa atracción que lo japonés despierta en mi no nació en aquellos días de la infancia y primera juventud en los que Segundo Alvarado nos hablaba del teatro kabuki japonés o incluso y más intensamente del teatro No, mucho más refinado y elegante; de ambos, años más tarde, nos habría de dar cumplida noticia Yunighiro Tanizaki en su ensayo “Elogio de las sombras” que tan vivamente les recomiendo yo ahora a ustedes su lectura.. 

Ourense siempre fue así. Risco ya hablaba de Tagore cuando nadie lo conocía en España y Otero Pedrayo inició la segunda traducción del Ulises de Joyce que se habría de hacer famoso en todo el mundo cuando aún nadie se había enterado de que cambiaría el arte de narrar historias. Ourense les es así, así son los ourensanos. 

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