Opinión

Los Pazos en su otoño

Había ido al Pazo de Santa Cruz de Ribadulla, hace ya muchos años, llevado de la mano de un ya entonces viejo general del que Elena Quiroga, la novelista que nos enseñó que podíamos escribir historias que transcurriesen en nuestra tierra, afirmó que el viejo rey, no este de ahora, joven y estirado, incapaz de sonreír, debió haber nombrado duque de La Lealta; así lo dijo, ella sabría porque así lo deseaba. 

El caso es que recorrí el pazo y el campo que lo rodea con tan ilustre y entonces aun bizarro cicerone acompañados los dos de un tonsurado que siempre sospeché, sino tirado al monte, si visitante del de Venus, extremo que nunca pude corroborar pues nunca me atreví a interrogarle. Recorrimos el pazo, nos sentamos a la mesa sobre la que Jovellanos firmó uno de su más importantes escritos, paseamos bajo el larguísimo arco que forman los olivos, contemplamos las camelias, el helecho arborescente, especies tantas de árboles, tantas, que hasta las hortensias se exhibían arbóreas y felices. Nunca volví a verlas tan hermosas.

Había ido al pazo en la ocasión que cito, hace ya tantos años como para que mientras estos transcurrieron yo me haya convertido ya en un viejo, el viejo marqués haya desaparecido, y del joven cura yo nunca nada más haya sabido. Hace unos días regresé al pazo. Lo hice durante una mañana hermosa y soleada de estas con las que afirma la gente que nos está regalando el otoño cuando yo, en cambio, empiezo a sospechar que sean un castigo de los dioses. ¡Con decirles que en Francia ha subido el precio de los cruasanes! No llueve. No hay hierba. Las vacas no la comen. No dan leche. No hay mantequilla. Los cruasanes se hacen con ella. Hay pocos. Son más caros. Prepárense los franceses para una nueva toma de La Bastilla. ¿Regalo de los dioses? La verdad es que la mañana bien merecería ser así considerada. Tan solo una bandada de cuervos la ensombrecía allí por donde los olivos se alargan y entrecruzan y antaño competían los caballos en locas y apretadas carreras que a no todos divertían. Recorrí el paseo, salpicado de aceitunas que ya no se cultivan ni muelen en almazara alguna, ya todas negras y esparcidas, como las que en Roma solo eran comidas por esclavos, mientras que con la mirada iba buscando las hortensias que tanto amaba el general.

Las recordaba, las recuerdo, altas y esbeltas como árboles, puro árbol cada una de ellas, de esbelto tronco y copa redondeada, ocupada de flores. Insólitas y hermosas hortensias que el viento se ha llevado. Sí sé cómo, pero mejor me callo.

¡Ah, los pazos, llegados ya a su otoño pleno! Son plato de nostalgias, alimento de románticos, capricho de recién enriquecidos, lujo de mantenimiento difícil y oneroso, elefantes blancos exhibibles en bodas y banquetes para ayudar a que las novias se sientan princesitas y los novios príncipes valientes. ¡Los pazos! Vestigios de una Galicia rica y próspera, capaz de levantarlos al lado de potentes casas campesinas, más lejos o más cerca de las grandes fachadas barrocas, de los enormes campanarios y ahora de un tiempo en el que, mal que bien, levantamos la cabeza. sí, nosotros, los gallegos.

Su decadencia fue la nuestra y común, la de todos. Llegaron otros tiempos y Galicia se trasladó a las ciudades y a las villas. Lo hizo mucho antes de que las poblaciones de aldeas enteras se fuesen a vivir a ambos lados de las carreteras, mucho antes. ¿O es que Compostela, por ejemplo, sus casas actuales, son obra de antes del XIX? Y así Pontevedra y así Ourense y Coruña mismo y Lugo entero. En Compostela, capital de Galicia, hay una casa del XV, otra del XVI y algún pazo de XVII y del XVIII, el resto es XIX y XX, lo demás es puro ensanche. Y sin embargo nos van quedando pazos. Están ocupados por gentes que invierten en ellos sus fortunas, más que para engrandecerlas, para habitar un sueño. Pero no son estas últimas las que podan las hortensias, que es mucha más flor de pazo que la camelia fría del invierno. No son estas las que alimentan las hiedras, ni cultivan los arrayanes que los gallegos llamamos buxos y se nos van muriendo poco a poco. Ah, si se pudiese obligar a la gente a vivir en el pazo todo el año. O si las tierras empezasen de nuevo a ser tan productivas como antaño. O si las vacas volviesen a comer tanta hierba que les pudiésemos vender la mantequilla a los franceses para que confeccionasen sus cruasanes. No es que entonces y de ser así volviésemos a llevar los carros para mojarles los ejes en los ríos de forma que cantasen mejor y más alto, casi como violines, una vez que, a la tarde, nos acompañase su música cuando fuesen camino de las casas. No se trata de eso. Ni mucho menos. Se trata de otra cosa que ustedes y yo sabemos y recordaremos cada vez que el otoño se nos niegue como se nos está negando o cuando visitemos algún pazo y nos enteremos de que se han cargado las hortensias; no digo ya las que tuviesen un tronco y fuesen amadas por un general viejo y olvidado, amante de los libros y las flores, coherente con su pasado y buen conocedor del espíritu que alentó a Jovellanos. A ver si de una vez llega el invierno y nos trae la blanca luz de las camelias. El otro día en Ribadulla no había ninguna florecida.

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