Opinión

Madame de Staël jugando a cartas

No sé si fue Madame de Staël (intuyo que sí que fue ella) quien dijo que la literatura constituye la expresión de la sociedad. En el libro de su autoría titulado "Consideraciones sobre la Revolución Francesa" afirma que la frase pertenece a un hombre de ingenio, única razón que me hace sospechar que no perteneciese a nadie más que a ella misma. Madame de Staël fue, a juicio de Napoleón, mujer de un gran talento pero tan perversa que era capaz de empujar a alguien al agua a fin de salvarle la vida, acto seguido, y acabar mereciendo del casi ahogado una gratitud y un afecto que de ningún otro modo hubiera conseguido. 

No sé si fiarme de Napoleón porque la temió tanto como para que su juicio me pueda parecer ecuánime y creo que no, que no lo es. En todo caso lean el libro citado un poco más arriba. Lo publicó recientemente "Arpa editores" y después de leídas sus cien primeras páginas me atrevo a recomendarles a ustedes su lectura.

En cualquier caso a lo que íbamos era a la primera frase del primer párrafo de esta página que, posiblemente de forma tan infructuosa, pretende (eso sí, con toda humildad) darle algo con lo que cismar durante al menos un par o tres de horas. La literatura es la expresión de la sociedad. Ahí es nada. Si lo que se afirma en esa frase fuese cierto quizá sea llegado el momento de considerar si, el conjunto de textos elaborados a partir de "lo que está sucediendo en Cataluña", constituyen o no la expresión de la sociedad catalana que los ha estado generando, continúa generándolos y es muy de temer que siga generándolos en el futuro. Un futuro de no se sabe si será muy extenso pero que nadie negará que está teniendo un presente muy intenso. Y variado y lleno de sorpresas.

Por si eso fuese así, espero que sea oportuno dejar constancia de que en la fracturada sociedad que está padeciendo el "procès" que no se limita únicamente a la perteneciente a Cataluña sino que está extendiéndose al conjunto de las demás pertenecientes a España, está extendiéndose la sensación de hastío.

Nadie le niega a nadie, al menos nadie que se considere poseedor de cierto grado de sensatez, el derecho a decidir si quiere hacer un solitario o prefiere jugar al tute subastado. El problema surge cuando las reglas que rigen para una o para las dos opciones, llegada la hora de la toma de decisión, son sustituidas por las del póker o incluso por las de la brisca pretendiendo hacerlas comprensibles explicando las que rigen para el juego de la escoba y extendiendo el razonamiento a lo largo de semanas hasta conseguir que, el loro que cada uno de nosotros llevamos incomprensiblemente dentro, acabemos recitando el catecismo con la misma celeridad que lo hacíamos, los más viejos de la tribu, cuando tuvimos que memorizar el del Padre Astete,… que algunas mentalidades perversas solían atribuir a un supuesto Padre Astuto. Lamento no ser un jugador de cartas y acaso por eso me atreva a proponer el ejemplo que acabo de exponerles y que es el que a mí me causa ese hastío que, estoy seguro, empiezo a compartir con mucha otra gente. De un lado están los del tute subastado, que otro llaman tute cabrón, cantando continuamente las cuarenta: en oros, en un inicio; en bastos, acto seguido; en espadas si no se para toda esta locura a tiempo, o incluso de copas si nos pasamos de alegrías como en ocasiones da la impresión de que estuviese sucediendo así.

De otro lado están los que juegan al mus y envidan con eso que se llama órdago a la grande y que no sé ejemplificar muy bien (porque no sé jugar al mus) pero que me imagino como consecuencia de esa definición del juego que indica que es como una sucesión de mentiras y guiños, de engaños y faroles, de señas y miradas encontradas que, a los que no conocemos las reglas que lo rigen, acaban por generarnos el hastío que ya comenzó a invadirnos.

Quizá la solución consista en una estricta aplicación de las reglas del juego una vez debidamente determinado el juego al que se va a jugar, cuando no en la conveniencia de alterar las reglas que han regido hasta ahora el juego político, enmendado algunas de ellas en función de las realidades que casi medio siglo de vigencia han ido introduciendo en el comportamiento de los jugadores.

Las sociedades cambian, la condición humana permanece de modo que, cada cierto tiempo, las generaciones no tienen memoria propia de las cosas de forma y manera que nadie puede pretender que esas nuevas generaciones puedan escarmentar en cabeza ajena. Nunca ha sido así, no está siendo así y nunca así ha de ser. Lástima. Añadámosle a esto el hecho de que vivimos en una sociedad que ha hecho de la juventud un valor político e incluso cultural en alza mientras que ha convertido la vejez, al menos a los efectos citados, en una defectuosa carga con fecha de caducidad incorporada. 

Por eso o nos ponemos todos de acuerdo de una bendita vez o acabaremos entendiendo demasiado tarde por qué retrocedieron las sociedades avanzadas y al esplendor romano hubo de sucederle el tenebroso medievo. No hay más que cotejar las literaturas correspondientes para comprobarlo y concluir que a Madame de Staël alguna razón no le faltaba.

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