Opinión

Ourense plácido, sosegado, ameno

Ariesgo de repetirme y estando como estamos a golpe de domingo aceptaré o, dicho de otro modo, sucumbiré de nuevo a la tentación de ponerme evocativo y un si es no es llevado de una melancolía que, como el spleen, nos ha de envolver, sino a todos, al menos a unos cuanto a poco que nos lo propongamos y nos dejemos llevar de los recuerdos.

La culpa la tiene un libro que no vi, un libro que no tengo, pero del que han reproducido unas cuantas fotografías que sí he podido contemplar colgadas en el muro de ese invento semidiábolico que es el Facebook, FB para los enterados. Si recuerdo bien el libro se publicó en esta santa casa, se titula algo así como “El Orense perdurable” y está compuesto al parecer con fotografías rescatadas del archivo periodístico de este periódico del que yo me debí fumar media edición cuando, siendo niño y no teniendo nada mejor que hacer, me encerraba en el cuarto de baño de la casa de mi abuela, enrollaba una de sus páginas, sin mostrar preferencia por ninguna, y aspiraba el humo producido sin llegar nunca a tragármelo ante el miedo de que se me atragantase alguna esquela, me obstruyese las vías respiratorias alguna mala noticia o, definitivamente, me afectase a las amígdalas que luego me enteraría que también las hay el cerebro.

Fue ver unas cuantas de esas fotografías y recordar la estación de ferrocarril cuando aún estaba en el Puente, no en donde ahora está y se llama o se llamaba Estación Empalme, sino en las cercanías de la que sería la Escuela Normal del Magisterio, próxima a un cine que, si no recuerdo mal, se llamaba Yago. Escuela Normal, Aneja incluida, que reemplazó a la que había habido en la calle del Progreso y poco menos que te dabas de bruces con ella si, viniendo del Instituto del Posío, hoy de Otero Pedrayo, bajabas por la calle de Marcelo Macías. Para hacerlo así tenías que dejar atrás el campo del Pompeo, en el que hacíamos mal que bien gimnasia, y cruzar la calle sin prestar la atención que hoy tienes que prestarle a los automóviles que circulan por ella.

Eran los tiempos del Carrito, aquel inefable autobús que nunca salía de la estación, camino de Mariñamansa, mientras no estuviese repleto y que después pararía en cada momento en el que un pasajero así lo solicitase o en el que un aspirante a serlo le indicase, desde un lado de la carretera, que quería incorporarse al personal que estaba siendo trasladado. Entonces no había prisas y lo que sobraba eran pausas. La vida transcurría de otro modo que no vamos a calificar. Háganlo ustedes, si que creen que el esfuerzo puede merecer la pena.

También eran los tiempos de los fielatos, aquellas casetas en las que los recaudadores de impuestos municipales aguardaban, a quienes pretendiesen entrar en la ciudad para vender alguna mercancía, dispuestos a cobrarles las cantidades que los ediles hubiesen determinado. Un hermano de mi abuela, esa de la que tanto les hablo los domingos, cuya familia política vivía al otro lado del Miño, en el que entonces era otro ayuntamiento conocido como “El Puente”, solía acudir todos los sábados con su mujer a realizar una visita a sus suegros. En ocasiones, en los comienzos de su matrimonio, lo hacía empujando un cochecito de bebé perfectamente revestido con los ornamentos oportunos, pero vacío de criatura alguna ocupando el lugar que, al regreso, ocuparía un corderito recién sacrificado.

-¿Qué, Don V. leva algo aí? –le preguntaba solícito el recaudador, pues era persona conocida.

-Sí. Lévolle un añiño pra que mañá esta o coma maña asado -respondía señalando a su mujer.

-Usté sempre de coña; ande, pase e déixese de lerias.

Siempre se afirmó que aquellos corderitos sabían mejor que cualesquiera otros.

Ourense entonces era así, plácido, sosegado, ameno.

Después de haber visto las fotografías de ese libro intenté recuperarlas para ver si conseguía imprimirlas y poder guardarlas en esos rincones a los que convocar a la memoria cuando las tardes se vuelven lánguidas y necesitas respirar los mismos aires que ya respiraste en otros tiempos. No las encontré.

El Facebook es fugaz para quien no acierta a circular por él como es debido y yo soy uno de esos transeúntes despistados a quien, mientras unas le van, otras le vienen, fotografías incluidas. En ellas pude ver en construcción el Puente Nuevo, anterior al del ferrocarril que lo habría de superar en altura y desde el que se había de tirar al vacío el hijo de un señor a quien mucho respetábamos y queríamos los alumnos del Instituto.

Ya lo había intentado varias veces, practicando el vuelo sin motor desde lo alto del Puente Viejo, siempre con resultados positivos, es decir, sin conseguirlo y, cada vez que veía el del ferrocarril en construcción se frotaba las manos y comentaba satisfecho que ese sería él quien lo inaugurase en aquellas sus prácticas de vuelo. Y lo hizo. Se suicidó tirándose desde él abajo. Sucedió hace muchos años. Es de desear que el golpe dado contra el agua fuese el determinante de su muerte.

La vida transcurría sí. En no pocas mañanas de niebla, cuando te disponías a entrar en los Salesianos, comprobabas que la gente corría hacia el Puente y te acercabas para comprobar si era otro suicida el que lo había intentado, generalmente con éxito.

Cada vez que eso sucedía era como si el tiempo se detuviese. Durante los recreos ya no buscábamos salamandras ni tritones en las charcas del campo de fútbol, ni jugábamos a pinchar palos en el barro o a darle patadas a un balón que podía ser de cuero, pero también de papeles de periódico enrollados alrededor de un canto rodado aprisionados con cordeles para darles la forma más redonda de todas las posibles. Nos limitábamos a otear el río desde aquella pequeña altura a la que se encontraba el campo.

Si era en primavera cuando esa expectación se producía, al salir de clase, por la tarde, no bajábamos hasta los pilares del puente para comprobar nada, ni siquiera a intentar oír el trino del ruiseñor o imaginarnos el desplazamiento de las anguilas por el fondo gris del río como hacíamos otras tardes. Entonces todavía había anguilas en el Miño y era posible escuchar en sus orillas el dulce canto del ruiseñor, siempre en medio del declinar de la tarde.

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