Opinión

Pero, ¿qué cantan los pinos?

Tenía pensado escribirles hoy a ustedes acerca las canciones que entonan los árboles una vez que el viento del otoño los envuelve con ese manto tenue que nadie ve y que todos intuimos. Me lo impiden dos cosas que no pienso dejar ocultas antes de que termine el día; o al menos la parte del día que emplearé en charlar con ustedes, de esto y de aquello, como todos los domingos… desde hace ya unos cuantos.

Resulta que los árboles hablan, dialogan entre ellos, se relacionan y apoyan e incluso me imagino que si el azar lleva hasta los pies de un souto de castaños la semilla de una especie ajena, estos, los castaños, una vez que la semilla germinó dando lugar al brote tímido de un ejemplar de sabe el dios Pan qué extraña especie, se deciden por crecer tanto a su alrededor que acaban por ahogarlo, por conseguir que crezca enano y solo sin invadir más un ámbito que no es el suyo. Cosas de árboles.

Incluso más pues resulta, en ocasiones, que un viejo árbol que nadie sabe cómo o por qué se sostiene en pie pese a estar carcomido y seco, quemado por el rayo, abatidas sus ramas por los vientos fieros, o victima de plagas que nadie sabe de dónde procedieron, ese árbol, sobrevive gracias al apoyo de los que lo rodean y a un lenguaje que circula por sus raíces haciéndolas comunes y facilitando el trasvase de jugos y remedios, de alientos y en definitiva de vida, de una vida que los jóvenes disfrutan en plenitud y el viejo árbol había empezado a notar como se le escapaba gracias, fíjense qué cosas, a los avisos que el viento le traían procedente de los otros árboles del bosque.

Tenía pensado escribirles a ustedes acerca de estas cosas, del lenguaje que genera el viento al rozar las hojas de los árboles y como ese lenguaje, el conjunto de sus voces, es distinto según la forma de las hojas, la densidad del follaje o la altura que alcanzan las ramas una vez que se distancian del suelo. Tenía pensado escribirles a ustedes de todo esto, pero no va a poder ser así porque todavía no he podido leer el libro de David George Haskell -titulado, precisamente, "Las canciones de los árboles"- que la editorial Turner acaba de poner a la venta hace unos días. Todavía no ha llegado a mi librería de guardia a unos pocos minutos de mi casa, si acudo a ella en coche, a cuarenta si lo hago andando mientras me entretengo en averiguar qué coño cantan los pinos y los eucaliptos que bordean el camino que me lleva hasta ella o si lloran los amieiros que beben del Pego, un pequeño río que se crece cada invierno y ahora fluye medio escuchimizado y seco.

No se preocupen, si es que les interesa el tema, si no olvídense, porque en cuanto me llegue el libro y me lo lea les hablaré de ese lenguaje porque soy crédulo de este tipo de cuestiones o, al menos, me gusta creer que pueda ser cierto todo lo que se afirma acerca de ellas.

En Australia, cada vez que fui hasta allí, pregunté si era cierta o no la existencia de las líneas de las canciones gracias a las que los aborígenes circulan por su tierra desde el comienzo de los tiempos. Resulta que para recorrer su territorio los aborígenes van cantando porque la canción es para ellos lo que un mapa es para nosotros y les indica el camino a recorrer de modo que, cuando se les acaba la canción, se les acaba el conocimiento del terreno y, entonces, deben sentarse y esperar a que pase otro aborigen que sepa como continúa la canción y los guie por aquella tierra hostil en tantas ocasiones.

Caminan los aborígenes y lo hacen al ritmo de la canción de modo que la línea, es decir, el camino, la melodía y el ser humano que avanza a través del mundo en el que habita, forman un todo único y cabal cuya conjunción puede llegar a estremecer a un espectador atento que contemple lo que no sé si alguna ex ministra de Zapatero definiría como cósmica; piensen ustedes lo que quieran. Yo me limitaré a advertir que si en vez de ir andando el aborigen va a bordo de un automóvil la canción ha de ser cantada a toda prisa, si lo que los viajeros pretenden es no perderse y seguir la línea que la canción indica.

Como les decía, todas las veces que estuve en Australia que, dado lo lejos que está y las veces que fui, se podrían decir que fueron bastantes, pregunté por las benditas líneas de la canción de las que les hablo. Debo reconocer que unos me dijeron que sí, que otros me dijeron que no, que no existían y que también allí las cosas son como en “La Parrala”: unos que arre y otros que so; la vida misma. Mientras, la pintura de los aborígenes, recuérdenla, esos círculos de puntos de diferentes colores, parece ser que contienen secuencias musicales, líneas de canciones con las que los más sabios del lugar, acaso los chamanes o los visionarios comunican trayectorias y caminos, destinos y metas que todos han de seguir vayan o no camino del Ulurú, del Ayers Rock, de la Gran Roca, que es como el ombligo de la madre tierra y está en medio del continente isla.

El caso es que si esto lo hacen los hombres, por qué no lo han de hacer los árboles, seres vivos al fin al cabo, capaces de sentir, sin duda alguna, al menos para mí, amigo que soy de escuchar el rumor de sus hojas a la llegada del viento tenue de la tarde y capaz de olvidarme de la otra cosa que me impide hablarles hoy con amplitud y extremo sentimiento de las canciones de los árboles e incluso del ánimo que en nosotros inducen sin apenas darnos cuenta.

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