Opinión

Un silencio, por lo menos, espeso

Comencé a ir a México en el año 1966. Entonces no teníamos relaciones diplomáticas con el país hermano cuya élite política y parte de la intelectual nunca nos consideró sino más bien "madrastros", si es que se me disculpa la expresión ya que, de no ser así, la cambio. La cambio, don Lázaro Cárdenas no iba por ahí. 

Por aquel tiempo yo era marino, navegaba en un trasatlántico español que cada mes o mes y medio arribaba al puerto de Veracruz. Desde entonces he viajado con alguna frecuencia a ese país que admiro y en gran medida amo. Ahora hace ya unos años que no voy. La última vez que lo hice debió de ser en el 2011 o en el 2012, tendría que consultar las agendas que voy guardando cada vez que llega un fin de año. Recuerdo que fui cinco veces en 2011. Renuncié a la sexta invitación por puro agotamiento físico, por pura extenuación.

En una de ellas di una charla para el alumnado de una facultad universitaria cercana a Guadalajara. Llenaban la enorme sala unos cuatrocientos o quinientos estudiantes con los que mantuve un intenso coloquio que prolongó su duración hasta bien pasadas las dos horas y media. No es por vanidad, aunque también, que les diga que para mi resultó muy grato y que también debió de ser así para la muchachada porque al final aplaudieron durante algún tiempo. Luego subieron al estrado dos profesores. Uno de ellos me entregó ese diploma que suelen dar en las universidades de Hispanoamérica para agradecer tu presencia en ellas y otro me entregó una máscara, negra como el carbón, de las utilizadas cuando, en Semana Santa, los de San Miguel de Abajo suben hasta San Miguel de Arriba y allí ascienden a un penitente amarrado a una cruz, que previamente transportó a cuestas hasta allí, en recuerdo de la crucifixión de Jesús de Nazaret. Al entregarme la máscara, el atento profesor me dijo, más o menos:

-Le acompaño la máscara de un hoja explicativa. En ella podrá leer de qué se trata. Verá que la máscara está fumando. Ese cigarro y su humo simbolizan la prepotencia de ustedes los españoles. El pulpo que tiene adherido a la mitad de su rostro, recuerda las enfermedades que nos trajeron ustedes, los españoles. La verruga que tiene en la otra mejilla es para que no nos olvidemos de la viruela que ustedes nos importaron de allá y, por fin, el color negro de la máscara simboliza el odio que sentimos hacia ustedes los españoles.

Se hizo un silencio espeso, cuando menos espeso. Y tomé la palabra. Le respondí, con desfachatez equivalente a la suya, que agradecía su cortesía y que recordaría siempre su sentido de la hospitalidad, tanto, que colgaría la máscara en un lugar destacado de mi casa para poder recordarle a sus visitantes la oportunidad que acababa de serme deparada explicándoles, punto por punto, todo lo que acababa de decirme pero, claro, aclarándoles que sí, que era cierto que habíamos llevado la viruela pero que, para compensarlo, nos habíamos traído la sífilis y dejado allí más universidades que las que habían dejado los gringos en todo su imperio; los mismos gringos a los que ellos llamaban pioneros mientras que a nosotros nos seguían llamando conquistadores, cuando no gachupines. Además habíamos enviado un barco con veintidós niños gallegos inoculados de viruela, de los que solo dos llegaron vivos, pero que habían sido suficientes para que pudiesen obtener de ellos la vacuna que erradicase la enfermedad. Los profesores se quedaron imaginen ustedes cómo, pero los alumnos volvieron a aplaudir.

No sé si en ese mismo viaje o en otro posterior, di otra charla en otra dependencia universitaria, esta vez en Tlaxcala. En la Tlaxcala en la que, dos años después de que Hernán Cortés llegara a ella, había quinientos muchachos que escribían y leían correctamente en náhuatl, latín y castilla, que es como allí le siguen llamando al castellano. Imaginen la potencia intelectual de esa cantidad de mentes así determinadas una vez puesta al servicio de su país. En medio de la charla vi que dos personas, a todas luces indígenas, se levantaban y se iban de la sala. Me preocupé, procurando moderar el tono de la intervención y, al rato, los vi de regreso a los dos portando dos enormes bolsas de la basura completamente llenas. Las dejaron en el pasillo, se sentaron y me pregunté qué contendrían. Al final se acercaron con las bolsas. Entre otras cosas había dicho que entendía el discurso anticolonialista para lograr la emancipación de la metrópoli obtenida hacía doscientos años pero que hoy tendrían que liberarse no de nosotros porque eran ya otras las realidades que los oprimían. Y señalé algunas. La gente aplaudió. Las bolsas contenían "unas chamarritas de puros borreguitos tlaxcaltecos", porque les había gustado mucho lo que había dicho y querían regalarme una para que nunca me olvidase de los inditos tlaxcaltecas. Si alguna vez me ven por Ourense con mi zamarra blanquiazul de lana tlaxcalteca sabrán que por dentro voy que ardo, ajeno al frío y a la niebla que todavía llegan por el Miño y que, en México, puede haber quien aún explote la colonización española, pero que hay otra mucha que sabe que mejor sería hablar de los cincuenta mil desparecidos actuales, del muro que les quiere levantar su vecino en sus propias narices y de algunas otras realidades y que ya nos va llegando a todos con narcos y sicarios, con explotadores y explotados pues, unos y otros, van sobrando. Ándenle.

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