Opinión

Los símbolos requieren respeto y más respeto

En lo alto de una de las torres de la Catedral compostelana existía un farol que, en tiempos, era encendido por la noches para que sirviese de guía a los peregrinos, desorientados o perdidos en medio de la niebla, que viniesen en busca de la tumba del Apóstol Santiago. Los cristales de ese farol lucieron durante años y años los colores rojo, amarillo y morado, es decir, los colores de la bandera republicana, hasta que los canónigos compostelanos, llevados de no se sabe si un muy buen criterio, decidieron sustituirlos por otros transparentes y diáfanos.

Son símbolos los que nos guían. En ellos se resumen nuestros sentimientos, también nuestras conductas, de forma que lucirlos ofrece a quienes los observan una idea, también se diría que bastante aproximada, de lo que somos y de lo que se puede esperar de nosotros. Y de lo que nosotros podemos y debemos esperar de nosotros mismos.

ilustracion_alfredo_condeUna cruz cristiana nos advierte de que, una vez que fue ocupada por el Nazareno, ya no se trata de ofrecer sacrificios a los dioses, para calmarlos, puesto que fue el mismo Dios de los cristianos quien redimió a los hombres; ofreciéndose Él como víctima en lugar de aceptar la de cualquiera de ellos. Una cruz gamada, una cruz nazi, después de Hitler, dejó de ser un símbolo solar y pasó a ser símbolo de barbarie y depravación extremas.

Los símbolos nos representan. En otro orden de cosas: ¿Qué es la Torre Eiffel sino un símbolo? ¿Y la neoyorquina estatua de la Libertad? ¿O el edificio del Parlamento de Londres? Nueva York no sería Nueva York sin la isla de Manhattan y sus rascacielos, aunque es posible que sí lo fuese, pero desde luego que se trataría de otra Nueva York, no de la que conocemos. Tampoco Venecia sería la que es sin el Puente de los Suspiros, ni Ourense sería Ourense sin el Puente Viejo o sin las Burgas.

Resulta que Nueva York tampoco sería lo que es sin el Puente de Brooklyn, el Empire State Build¡ng, y que París tampoco lo sería sin la catedral de Notre Dame. Hay edificios que definen una época, una actitud, también sentimientos y modos de vivir o de entender la vida. Sídney no sería lo que es sin su Palacio de la Ópera, Bilbao sin su museo Guggenheim y qué decir del Taj Mahal. Son, todos ellos y muchos más, esparcidos que están a lo largo y a lo ancho del mundo, dotados de mayor o menor resonancia, de mayor o menor reconocimiento o fama, símbolos con los que las sociedades son identificables puesto que ellas mismas se identifican con ellos.

Es contemplando estos edificios cuando, al llegar o al vivir en ellas, una vez situados delante de esos símbolos, cuando nos sabemos en una ciudad o nos sentimos parte de ella. En Ourense, el edificio del Hotel San Martín se convirtió, una vez inaugurado, en un símbolo de la ciudad. Era, como las torres de la Catedral de Compostela, lo primero que divisabas cuando descendías al valle bañado por el Miño en medio del que la ciudad se asienta e inenarrable la vista de ella que se ofrecía y todavía se ofrece desde su terraza. Pero no era solo eso. 

Situado al lado de la sede del Gobierno Civil, que se había quedado pequeña al estar acompañada por la inmensa figura de aquel gigante, era el vivo ejemplo de lo que la sociedad civil era capaz de ofrecer sobre la sociedad administrativa y burocratizada. También lo era, lo es todavía, de la arquitectura propia de mediados del siglo XX y por lo tanto tan digna de ser conservada en su integridad y en su simbolismo, aun en su menor escala, que cualquiera de los ejemplos traídos a colación hace tres y cuatro párrafos.

La marquesina que todavía podemos contemplar íntegra en las viejas fotografías le prestaba al edificio una gracilidad, una ligereza que lo "desamazacotaba" dándole vuelo, realzándolo, al tiempo que el letrero del Hotel San Martín lo señalaba con un nombre que ha perdurado a lo largo del tiempo.

Ahora el emblemático edificio, ese otro símbolo de la ciudad, puede ver completamente desaparecida la visera restante al tiempo que el letrero que le ha dado nombre. Que así pueda suceder no es deseable en absoluto. Aquí, y así llegados, llegados a este extremo, es hora de que se comprueben y de que sean cotejadas las disposiciones legales que protejan la integridad de un edificio singular que forma ya parte de nuestro patrimonio monumental y anímico.

Es preciso dar una respuesta adecuada ante lo que pueda ser una intervención que no respete el simbolismo de lo que es más que un edificio cualquiera porque este forma ya parte del espíritu de la ciudad y es además un símbolo de ella, una muestra de cómo entender un tiempo ido, la figura de una mole alrededor de la que la ciudad ha girado durante medio siglo mientras se iba convirtiendo no en una gran urbe pero sí en la tercera ciudad de las hoy existentes en Galicia; más ahora, cuando todo da entender que la provincia se eleva sobre sus antiguas miserias y vuelve a parecer que el futuro de Auria por fin vuelve a ser nuestro.

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