Opinión

Vivos, muertos y difuntos

Si lo recuerdo bien, Unamuno dejó establecidas tres clases de entes, a saber: los vivos, los muertos y los difuntos. Esto que usted acaba de empezare a leer puede darle noticia de que aún estoy a bordo, de que vivo e incluso de que vivir, en mi caso, consista en escribir y leer, en leer y escribir y en que ahí me las den todas; es decir, de que "soy" un ente vivo y egoísta. Como ven, hoy me levanté algo "profundo" y afanoso por entrecomillar palabras. Lo expreso así por si es cierto aquello de "cogito ergo sum", que Descartes dejó dicho y sentenciado y que nosotros solemos entender como "pienso luego existo" cuando su traducción más exacta sería la de "pienso por lo tanto soy"... o estoy, si ustedes me lo permiten, para hacer buena la anterior afirmación, la de que estoy a bordo; no ninguna otra. Espero que quede aclarada mi condición de vivo. O eso espero.

No creo que el hecho de haber permanecido tres semanas en coma inducido me autorice a disfrutar, siquiera sea en condición de inquilino temporal, algo así como haber estado realquilado por la ilustre y negra dama, de la de propia del segundo ente que señaló el áspero e ilustre vasco autor de aquellas "nivolas" que ahora traigo a colación no sé por qué, quizás por darme el placer de poder entrecomillar nuevamente algo. Así pues, aunque en ocasiones me haga el muerto, sobre todo en la playa, es evidente que, tal entidad, es incompatible con la de vivo.

Y queda el tercer ente, cuya entidad es perfectamente compatible con la de vivo. A no ser que la navegación sea practicada en la barca de Caronte, a través de la Laguna Estigia según nos ha sido contado por Virgilio en la "Eneida" y no de un lado a otro del río Aqueronte según se afirma en la mitología griega. Ya ven que, como en todo, hay dudas al respecto. Esta tercera entidad también ha sido mía. Aún lo es cada vez que subo a un barco, incluso sin tener que hacer buena la frase que Plutarco atribuye a Pompeyo cuando, antes el temible estado de la mar, arengó a su tripulación afirmándoles que vivir no es necesario y navegar sí. El gran Fernando Pessoa nos lo recuerda así de vez en cuando en sus escritos.

Quiero decir, como algunos de mis lectores no ignoran, que he sido marino y que aún practico el arte de navegar porque este es un arte, como lo es el de vivir, para el que no todos están, cuando no dotados, al menos capacitados. Lo hago cada vez que la vida me sonríe y traspaso la sutil barrera que media entre la entidad de vivo y la entidad de marino. Quienes hayan subido a bordo de un barco por una escala real sabrán muy bien de qué estoy hablando. Hay algo mágico a lo largo de ese breve camino, de esa leve ascensión del cuerpo por la escala; ese algo es generador de otra elevación, en este caso no sé si del alma o del espíritu que, de un modo que se diría casi imperceptible, pero suficientemente cierto, te hace saber que estás pasando de una entidad a otra. La condición propia del ser vivo se queda en tierra y deja paso a la condición del marino, del hombre de mar que, mientras sigue estando vivo, asciende un peldaño tras otro hasta adentrarse en otra realidad que nada tiene que ver con la anterior.

En estos últimos meses, quizá en estos últimos años, sin apenas habernos dado cuenta, todos nosotros, de un modo que también se diría apenas perceptible, hemos estado ascendiendo, quizás descendiendo, decídanlo ustedes, por esa escala que nos ha estado llevando de una realidad a otra; tal ha sido y continúa siendo el cambio experimentado en nuestra condición, casi me atrevería a decir que en nuestra entidad de ciudadanos de modo que esta se ha ido sublimando en otra que, si les soy sincero, no me atrevo a definir. No porque no la sospeche o porque no la intuya suficientemente clara, sino porque tengo la sensación de encontrarme a medio camino de la escala sin saber muy bien si estoy subiendo o bajando por ella. Sabrán que recorrer ese breve camino es quizá el mayor peligro al que habitualmente se somete un marino. En el mar no siempre puedes naufragar, pero en la escala siempre puedes resbalar, caer al agua y encontrarte entre el caso del barco y la piedra del muelle al que esté atracado y dispuesto a adentrarte en la condición de difunto, en la entidad de muerto.

Quizá todo esto que escribo les pueda parecer muy rebuscado y lo sea, pero no por ello es menos cierto. En los últimos años nuestra sociedad ha ido cayendo, no sé si empujada, en un mar de puritanismo servil en el que, con toda hipocresía, chapoteamos como devotas beatas de no sé qué extraña cofradía. O sí lo sé: de catalinas tomando los baños de septiembre. Ese asustadizo comportamiento nos ha estado llevando a una limitación cierta -no a una cierta limitación- de la libertad de expresión  y ahora empieza a conducirnos, como a ovejas, a hacer ciertas las palabras de Humpty Dumpty en "A través del espejo" metamorfoseadas en el "nosotros somos los dueños de las palabras y las palabras significan lo que nosotros queramos". ¿Quiénes son esos dueños? 

Solo así se explica que la palabra terrorismo ya no signifique únicamente lo que significaba, sino que ahora incluya en ella otras actividades que, maravíllense, ni en el régimen anterior llegaron a ser así conceptuadas. Por eso no se sabe si subimos o bajamos por la escala, pero sí que estamos en medio de ella, yendo de una condición a otra. Mejor ser conscientes de ello porque vacilaciones y dudas siempre las habrá al respecto.

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