Opinión

Cuando no se encuentran verdades que creer

Nos tenemos que remontar al año 1831 para encontrar el embrión de las convenciones americanas. Lo explica muy bien Javier Redondo Rodelas en su libro “Presidentes de Estados Unidos”. Es en ese año -aunque en una fecha tan temprana como 1796 ya se tiene constancia de reuniones informales entre parlamentarios adictos a uno u otro partido de la época- cuando el pequeño Partido Antimasónico celebró la primera convención nacional para elegir a su candidato presidencial y pergeñar lo que sería el programa electoral o plataforma, en una cervecería de Baltimore. El elegido fue William Wirt, de Maryland, que contribuyó a la reelección de Andrew Jackson, de Carolina del Norte, compitiendo por los Whig, la otra gran organización política de la época. 
Desde entonces, los dos grandes partidos que se han ido alternando en la Casa Blanca han potenciado a sus aspirantes oficiales en estos concurridos eventos. Ni siquiera la Guerra de Secesión o las dos guerras mundiales alteraron esta tradición. Durante la mayor parte del siglo XIX las convenciones fueron controladas por los principales dirigentes de cada partido, quienes influían en la elección de los candidatos. Un ejemplo de lo anterior eran los denominados “dark horse” (caballo oscuro) o aspirantes sorpresa. 
185 años después de las reuniones en la cervecería de Baltimore, salieron victoriosos de sus respectivas convenciones el multimillonario Dolnald Trump y la ex secretaria de Estado Hillary Clinton. Son la culminación de un dilatado proceso de primarias y caucus -asambleas- del que salen elegidos los delegados, que luego votarán a los aspirantes oficiales.

Donald Trump, ante los ojos de un observador, tiene características muy semejantes a las del fascismo europeo. Un nacionalismo extremo de carácter racista y machista que asigna al país una superioridad moral, profundamente autoritario, caudillista y de tintes en apariencia poco democráticos, que invoca representar al trabajador sin voz, explotado por el “establishment” político del país, muy cuestionado de legitimidad. Y es este, precisamente, un punto en común con lo que ocurrió en los años treinta en Europa. El surgimiento del nazismo y del fascismo fue una consecuencia de la Gran Depresión. El enorme rechazo hacia el sistema capitalista por parte del mundo obrero hizo surgir movimientos contestatarios, bien de sensibilidad socialista, bien de sensibilidad comunista, que amenazaron las estructuras del poder económico y financiero de Europa. Fue en este contexto cuando apareció el movimiento nazi y fascista, con la intención de destruir y sustituir a tales movimientos contestatarios. Para ello utilizó lenguajes, discursos y símbolos próximos a aquellos partidos, enraizados en el ideario del movimiento obrero.

Hoy, la enorme crisis social causada por la imposición de políticas públicas neoliberales que han afectado muy negativamente al estándar de vida de la clase trabajadora, ha generado un sector profundamente “antiestablishment” que catapultaron a Trump. En el electorado evidentemente nunca existe una visión hermenéutica, permanece siempre latente, interiorizada, una discusión intensa y eterna, dispar. Acción y reflexión. Corto y largo plazo. Prisa y paciencia. Audacia y tenacidad. Consigna y pensamiento propio. Ganó Donald Trump, el que rompe con todos los moldes del comportamiento convencional, el que muestra su desprecio hacia las minorías, hacia las mujeres, los musulmanes, latinos, negros, a los que señala como los máximos beneficiarios de la política social federal. Como bien dijo un dirigente de la mayor cadena televisiva de EEUU, la CBS: “Trump puede que sea un desastre para EEUU, pero ha sido excelente para la industria televisiva”. En realidad, por paradójico que parezca, Trump ha sido claramente promovido por las mayores compañías de televisión de EEUU. ¿Por qué? Porque saben que el corazón del hombre necesita creer algo y cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer.
 

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