Opinión

El derecho internacional en los ataques terroristas

En el derecho internacional vigente, cabe afirmar la existencia de tres vías distintas para actuar frente a ataques graves contra un Estado, llevados a cabo por un grupo o movimiento terrorista. Lo estamos viendo estos días. La primera reposa en la cooperación internacional que se manifiesta en los tratados bilaterales, multilaterales, universales y regionales, sobre terrorismo, con normas sustantivas, unificadoras de legislaciones, como el establecimiento de tipos penales comunes o procesales (extradición o aplicación del principio aut dedere aut judicare) información antiterrorista compartida y policía conjunta.

La segunda consiste en la acción colectiva que lidera el Consejo de Seguridad en aplicación del Capítulo VII de la Carta de Naciones Unidas, relativo a la acción en caso de amenazas a la paz, quebrantamientos de la paz o actos de agresión, por estimar que esta clase de ataques ponen en peligro la paz y seguridad internacionales, lo que en último término podría significar la puesta en marcha del artículo 42 de la Carta, esto es, el Consejo de Seguridad podrá ejercer, por medio de fuerzas aéreas, navales o terrestres, la acción que sea necesaria para mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales.

Por último, cabría la acción individual o colectiva en ejercicio del derecho a la legítima defensa que puede resultar insustituible para un Estado en orden a salvaguardar su independencia e integridad territorial, pero los requisitos jurídicos para su ejercicio hacen extremadamente difícil su utilización ante ataques terroristas. Salvo que se modifique la letra del artículo 51 de la Carta y se entienda modificado el derecho consuetudinario internacional, como algunos Estados pretenden, el ejercicio de este derecho supone un mero paliativo de difícil encaje jurídico y de escasa aplicación en la práctica.

Aunque estas tres vías de acción no se excluyen necesariamente entre sí, todo lo contrario, y aun teniendo en cuenta que la cooperación internacional resulta insustituible, también es cierto que su eficacia ante un ataque terrorista de gran envergadura parece limitada, pues una parte importante de sus mecanismos opera ex post, es decir, con el ataque ya iniciado e incluso finalizado, sin que garanticen por sí mismos la integridad territorial del Estado que lo sufre. A lo anterior debe añadirse las consecuencias del relativismo del derecho internacional, pues no es previsible que los Estados que amparan, financian, ayudan o permiten el uso de su territorio a movimientos o grupos terroristas sean partes de estos tratados, aunque puede darse la paradoja y gran hipocresía de la última cumbre del G20 en Antalya, tras los atentados de París, en la que el país anfitrión, Turquía, es beneficiario del petróleo de ISIS, Arabia Saudita es sospechosa de fuente de financiación para los yihadistas, y gran parte de los miembros del G20 tienen paraísos fiscales en los que posiblemente los terroristas blanquean el dinero con el que operan.

La acción colectiva en el seno del Consejo de Seguridad se manifiesta, hoy por hoy, como la vía más idónea para dar una respuesta contundente y rápida. Pero este cauce tampoco supone una panacea universal que garantice una respuesta eficaz en todos los casos, pues al hecho de ser un órgano político que responde fundamentalmente a criterios de esta naturaleza se une el inquietante dato de la inexistencia de un concepto de terrorismo internacional generalmente aceptado, por lo que cualquier acto terrorista, especialmente si no es televisado en directo, va a sufrir una primera criba en orden a su calificación como tal. Sin embargo, la lógica política, jurídica y militar de la consideración de un ataque terrorista como algo que afecta no sólo a la soberanía e independencia de un Estado, sino también al género humano en su conjunto y que constituye, por tanto, una amenaza a la paz o un quebrantamiento de la paz, aconsejaría que la acción institucional y colectiva primase sobre la reacción individual.

En definitiva, el terrorismo internacional juega con la ventaja añadida de la inexistencia de normas internacionales que garanticen, hoy por hoy, una respuesta radicalmente eficaz en su contra. Nuestro ordenamiento, construido al hilo de la obsesión estatal y demasiado atento al uso de la fuerza entre Estados, encuentra serias dificultades para dar una respuesta eficaz a la violencia protagonizada por agentes o grupos no estatales, y más cuando operan en territorios geoestratégicos, en los que entran en juego intereses dispares entre miembros de la comunidad internacional, y en nuestro caso concreto a conveniencias electorales.

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