Opinión

La suspensión de la autonomía catalana

Han transcurrido más de ochenta años desde que en la II República, bajo el gobierno de Alejandro Lerroux, se suspendió la autonomía catalana, como consecuencia de los hechos del 6 de octubre de 1934. A las ocho de la tarde de aquel día, Lluis Companys, presidente de la Generalitat, proclamó el Estado Catalán. Fue mediante la Ley de 2 de enero de 1935. De la letra de dicha Ley, de tan solo tres artículos, se desprenden varios grupos de medidas o líneas de actuación en que iba a transcurrir la suspensión temporal de la autonomía. Entre otras, la asunción de las facultades, competencias y funciones asignados por el Estatuto a los órganos de gobierno de la Región autónoma por el Gobierno de la República, que designaría un gobernador general.

El cargo correspondió a nuestro paisano Manuel Portela Valladares, al igual que el actual presidente del Gobierno, además de ser de Pontevedra, también tenía plaza de registrador de la propiedad. La modificación del traspaso de servicios ya efectuado, la reordenación de los que estaban en vías de traspaso y la conservación en manos del Gobierno de la República de toda competencia en materia de Enseñanza, Justicia y Orden Público.

La suspensión del Estatuto de Cataluña se prolongó hasta febrero de 1936, cuando se aprobó el Decreto-Ley de 26 de febrero, por el que se autorizaba al Parlamento de Cataluña a reanudar su actividad y por tanto, a designar un Gobierno para la Generalitat, que resultó ser el mismo. El 5 de marzo de 1936 el Tribunal de Garantías Constitucionales declaró la inconstitucionalidad de la Ley de 2 de enero de 1935. La sentencia resolvía el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por el presidente en funciones del Parlamento contra dicha ley, en virtud de lo dispuesto en el artículo 121 de la Constitución de 1931. El Tribunal fundamentaba su fallo en que la aludida Ley creaba una figura no prevista en el texto constitucional -la suspensión del Estatuto- que infringía la autonomía constituida, como principio de organización nacional, dejando su vigencia y la determinación de su contenido en manos del poder central.

Ochenta años después, lamentablemente, la aplicación del art. 155 de la actual Constitución está de nuevo latente. Ni el art. 155 de la Constitución ni el 189 del Reglamento del Senado concretan las medidas en que pueden articularse la coerción estatal, limitándose el primero a adoptar las necesarias para obligar a la Comunidad Autónoma al cumplimiento forzoso de sus obligaciones constitucionales o para la protección del interés general de España. La falta de determinación constitucional deberá ser suplida por el Gobierno y por el Senado en cada proceso de compulsión. Por lo tanto, habrá que estar en cada caso a la naturaleza de la situación que motive la intervención gubernamental, lo que impide establecer un elenco cerrado de posibles medidas.

Para el caso que nos ocupa, la declaración solemne del Parlamento de Cataluña del inicio del proceso de creación del Estado Catalán independiente en forma de república, podría adoptarse la más drástica de las medidas posibles, la disolución o suspensión de la Comunidad Autónoma. Sin obviar que algunos invocan el art. 8. Recordar al comandante Fernández Unzúe abriendo fuego contra la Generalitat y el Ayuntamiento, bajo las órdenes del general Domingo Batet Mestres -fusilado años después por no secundar el alzamiento franquista y cuya familia fue ayudada por Tarradellas a huir a Francia- produce escalofríos. La templanza en la adopción de medidas, no impide su firmeza, deben ser cautelosas y audaces. Responder a lo irracional con conveniencias electorales nos puede llevar al abismo, solo cabe la sensatez. La nulidad a posteriori de las medidas adoptadas por el Gobierno central en el Tribunal Constitucional sería desastroso, no es descartable que la suspensión autonómica podría ser declarada inconstitucional, como en 1936.

Un independentista difícil encaje encontrará a una pretendida reforma constitucional que no acatará, como tampoco acatará la inconstitucionalidad de la declaración de independencia, ni las sucesivas inhabilitaciones o imputaciones que se sucedan. Forzará con victimismo estratégico la aplicación drástica de la ley. Y un demócrata difícil explicación puede dar a no aceptar la mayoría parlamentaria surgida de las urnas, a encontrar soluciones en el Tribunal Constitucional, en vez de conseguirlas en la arena política, donde al final del camino es desde donde deberá reconducirse esta situación que está haciendo inevitable la aplicación del art. 155. Del 3% de las comisiones vergonzosas pasamos al 47% de votantes secesionistas, que aunque no guste, es mucho porcentaje en ambos casos. Conseguir que el porcentaje decaiga o ayudar a incrementarlo, dependerá de las decisiones que se adopten las próximas semanas y de como se ejecuten.

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