Opinión

A casa do vento

A cualquier viajero por tierras conocidas o lejanas le sorprende el singular nombre de los pueblos que atraviesa o visita. Y aun más, si el nombre se presenta en lengua ajena al espacio en que se sitúa. Un caso ejemplar, la ciudad de Los Ángeles, internacionalmente conocida, y una de las más pobladas de los Estados Unidos. Su nombre asocia un gran números de connotaciones: humanas y divinas. Reconocida como la gran Meca de la industria cinematográfica, anuncia desde sus colinas, en grandes letras, su nombre (Hollywood) a modo de mágico emblema y rutilante divisa. Míticas fábulas fílmicas, con un siglo de presencia allende los mares, han encandilado a millones de espectadores. Y han revuelto el mundo imaginario con múltiples vivencias personales, históricas y míticas. Algunas dan qué pensar.

Felipe de Neve, gobernador de California, recomendó al virrey de Nueva España que el lugar fuera nombrado Pueblo de Nuestra Señora la Reina de los Ángeles de Porciúncula. El mestizaje toponímico (del griego tópos, “lugar” y ónoma, “nombre”) obedecía al origen de los fundadores: españoles e indígenas, mestizos y mulatos. La mayoría de ascendencia africana. El fraile franciscano, de origen mallorquín, fray Junípero Serra, sembró California con llamativos nombres sacados del Santoral: Santa Bárbara, Santa Cruz, San Francisco, Santa Inés; sus misiones a modo de asentamientos religiosos y económicos. Formaron parte de la expansión del imperio español en el Oeste de Norteamérica.

El nombre de un lugar, su topónimo, forma parte del patrimonio cultural e histórico de un país. De su génesis fundacional: de su más profunda identidad. ¿Quién, dónde, cuándo, cómo un mínimo grupo habitacional da nombre a su lugar? Existen extrañas asociaciones. Un día, en mis años de docencia universitaria en Brown, pasó por mi despacho un joven venezolano en busca de información y consejos sobre cursos y seminarios a seguir. Ante mi pregunta, ¿dónde estudió?, la respuesta fue sorprendente: “En la Universidad de Carabobo”. Mi breve sonrisa delató mi ignorancia. Nunca había asociado tal sustantivo con el nombre de una universidad. Situada en el estado del mismo nombre, su toponimia deriva del idioma arawaco: kara significa “sábana” y bo “agua”. Duplicado a modo de superlativo (bo-bo) derivó en Carabobo. Es larga y compleja la historia de Carabobo. En 1830 se declaró la independencia de Venezuela de la Gran Colombia y Valencia, la capital del estado, se convirtió en un tiempo en la capital de Venezuela.

Y me sorprendió la llamada por teléfono del decano de la universidad de Puebla de los Ángeles invitándome a dar una conferencia sobre el Barroco colonial. En mente, sor Juana Inés de la Cruz. Me desconcertó el nombre de la ciudad. Y aún más, su origen basado en una leyenda urbana. Unos ángeles trazaron la topografía de la ciudad y sobre los altas e impresionantes torres de su catedral colocaron las campanas. Fundada en 153, es la cuna del Barroco mexicano: un amplio zócalo al frente de su catedral, síntesis de la maravillosa ciudad -Patrimonio de la Humanidad-, surcada por monasterios, palacios e iglesias. Y un aire sereno, sutil, cielo azul, clima agradable en armonía con el topónimo que la identifica: Puebla de los Ángeles.

No menos sugestivos, imaginarios y sorprendentes, son los nombres fundacionales de muchas de las aldeas de la Ribeira Sacra. Se repiten en Galicia Vilanova, A Pedreira, A Devesa, O Pereiro, O Vilar, Vilariño, entre otros muchos. Algunos son sugestivos e intrigantes (Vilapene en Lugo); otros coherentes con el espacio en que se sitúa: Fisterra, por ejemplo. Contemplando el mar a la caída de la tarde, el sol medio adormecido en el horizonte, allá en la lejanía, el topónimo Fisterra se ajusta a ese más allá sin contornos, ilimitado, misterioso. Bajando desde Vilariño Frío hacia la Ribeira Sacra el viajero se topa con el topónimo Casa do Vento. Identifica a una pequeña aldea, sin marca ni distinción relevante. Podría encabezar todo un poema y hasta las raíces míticas de una leyenda. Eolo era en la mitología griega el dios de los vientos. Y es como si un furioso viento edificara su casa en el alto de una planicie. Tal vez.

¿Y cómo se explica el nombre, ya casi al pie del rio Sil, de Sacardebois, o el altisonante y rotundo en vocales graves de Rabacallos, o el más breve y sugestivo de Forcas? ¿Cuál su origen, su apropiación, su referencia a qué? Tímido y como susurrando el topónimo Teimende, y a modo de interjección aguda el cercano Os Fiós. Voces para bordar un imaginario colectivo sin poder descifrarlo. Palabras heridas con mágico sentido que evocan un espacio a la sombra de la Historia.

Parada de Sil

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