Opinión

Las cárceles de la palabra

Uno de los grandes monumentos del turismo nacional es el parador de San Marcos de León. Es una de las joyas del Renacimiento español, con una historia transida de devoción (monasterio en un tiempo), llanto y dolor (cárcel); de primorosa exhibición de restos arqueológicos: estatuas, bustos, romanos y visigóticos (museo) y, actualmente, espacio dedicado al ocio y al turismo de calidad. Ya en su origen, hospedería de la Orden de Santiago. El parador es una visita sine qua León no es León. Y del mismo modo, su catedral, la basílica de San Isidoro y un largo etcétera. Y uno de los espacios carcelarios más destacables de la literatura española. Un espacio emblemático de muchos otros espacios: prisión durante la Guerra Civil, Instituto de Segunda Enseñanza, Casa de Misioneros, cuadra de sementales, cuartel de caballería, sede de la Diputación, de la Diócisis, del Ministerio de Guerra. San Marcos fue sobre todo la amargada prisión del insigne y único (dixit Jorge Luis Borges), Francisco de Quevedo, entre 1639 y 1643. Para el argentino, Quevedo es toda una literatura. Transformó San Marcos en emblema de la literatura carcelaria, comenta Juan Matas, catedrático de la Universidad de León.

Amordazado y titiritando de frío dio con sus huesos en una oscura celda a la edad de sesenta y tres años. Lo describe en su Epistolario: “sin una camisa, ni capa, ni criado, en ayunas”; “en el rigor del invierno . . . sin saber a qué, ni porqué, ni adónde... caminando cincuenta y cinco leguas”. Llega a su celda, situada en una torre, “después de ascender veintisiete pasos”. Intrigas políticas, diplomáticas y personales; versos satíricos contra el gobierno de Felipe IV, que controla el prepotente Conde Duque de Olivares, acusación de actuar como confidente (espía) de los franceses. Fueron unos de los motivos del drástico y duro encierro de Quevedo. Y pese a la protección de su mecenas, el Duque de Medinaceli. El afamado escritor, Caballero de la Orden Militar de Santiago, familia de abolengo, originaria de la noble villa de Santillana del Mar, un diciembre de 1639, unos sigilosos alguaciles interrumpieron su sueño. Lo encerraron en un tétrico calabozo. En las mazmorras de Árgel pasó cinco años Miguel de Cervantes, de vuelta de la famosa batalla de Lepanto. Fue rescatado, previo pago de quinientos escudos, por el fraile mercedario, fray Juan Gil.

San Marcos de León encabeza como espacio carcelario ese gran número de insignes poetas y escritores maniatados sus cuerpos y sus palabras. Dieron voz, luz e imagen a clásicos filmes. Escape from Alcatraz (Fuga de Alcatraz), One flew over the Cuckoo’s Nest, Papillon, Lock up, En el nombre del padre. Un caso célebre, el Marqués de Sade, pariente del rey de Francia, oficial del ejército francés, notable escritor, encerrado en un asilo para locos y en prisión durante veinte años. Su gran pecado: el jovial y lúdico alterne entre escritura y sexo. La cárcel fue para Miguel Hernández, el insigne poeta de Orihuela, “la fábrica del llanto”, “el telar de las lágrimas”, “el casco de los odios”. Y fue una longa noite de pedra, como metáfora de opresión política y de ansiada libertad en boca del ilustre poeta orensano, Celso Emilio Ferreiro. Un rebelde ante la palabra encarcela. De la mano ideología y lenguaje, confesión y testimonio, oralidad y ruptura, rebeldía e inquietud social. Creación: “O teito é de pedra./ De pedra son os muros/ i as tebras./ De pedra o chan/ i as reixas./ As portas,/ as cadeas,/ o aire,/ as fenestras...”. Escrito durante su represión en el monasterio de San Salvador (Celanova).

En la sombra, el vizcaíno Blas de Otero, dentro de la línea del lejano Quevedo. Para ambos, la poesía era la máxima expresión de protesta. Al igual que para Gabriel Celaya, admirado maestro para Ferreiro. Y en la misma onda, el santanderino José Hierro. La palabra lirica es meditación en el tiempo y desde el tiempo que uno escribe.

El historiador y crítico literario francés, Michel Foucault, en Vigilar y Castigo, y Discipline and Punish: The Birth of the Prison, establece y dilucida conceptos básicos sobre conocimiento y poder; orden y disciplina, proceso penal y cuerpo delictivo. El culpable era el pregonero de su condena. Como en Quevedo, el suplicio era un ritual político ya que el crimen del acusado suponía un ataque al soberano: el Rey. De él emanaba la ley. La cárcel (la condena) reparaba el daño que se había cometido. Un modo de vengar una ofensa cometida, en el caso de Quevedo, a Felipe IV, que firmaba con el mayestático: “Yo, el Rey”.

Te puede interesar