Opinión

Celebrando un centenario: Sancho Panza y sus "cabrillas"

No es apropiado ver a un Sancho montado a la mujeriega sobre la albarda de un fantástico caballo de madera (Clavileño), trotando por las esferas del Cosmos. Es decir, no montando a horcajadas, con una pierna a cada lado de la albarda de la caballería, sino como dama modesta, sobre un lado. Y, sobre todo, que le cuente a una pícara duquesa sus ratos entretenido con unas “cabrillas” celestes. Si por encantamiento volaba en lo alto de Clavileño, por encantamiento pudo ver toda la tierra. “Y sucedió que íbamos por parte donde están las siete cabrillas, y en Dios y en mi ánima que como yo en mi niñez fui en mi tierra cabrerizo, que así como las vi, me dio una gana de entretenerme con ellas un rato, que si no la cumpliera me parece que reventara.

 Y sin decir nada a nadie [. . .] bonita y pasitamente me apeé de Clavileño, y me entretuve con las cabrillas” (II, 41). El vuelo imaginario de Sancho, agarrado a la cintura de don Quijote, vendados los ojos, se contrapone con el descenso de don Quijote al inframundo de la leyenda y del mito (cueva de Montesinos), a su propia constitución como personaje literario y como invención. El encantamiento que sufre en dicha cueva (inframundo) se contrapone con el de Sancho en el alto del alado Clavileño. Y contrasta con las “cabrillas’ con las que se “entretiene”. 


El referente a “cabrillas” es complejo. Detrás, las Siete Cabrillas, también conocidas en astronomía como las Pléyades, un conjunto de estrellas situadas en la constelación Taurus. En la mitología griega son las hijas de Atlas y Pleione, reina ésta de la navegación. Perseguidas por el cazador Orión, jadeantes y ya rendidas, suplican a Júpiter su ayuda. Éste las salva, refugiándolas entre los astros. Como buen cabrero, que dice que fue Sancho, el salto semántico de las cabrillas celestes (las Pléyades) al rebaño de sus cabras por tierras de La Mancha es coherente. Y para dar “pruebas”, describe cómo las vio: dos verdes, dos encarnadas, dos azules y una mezcla de colores. El pícaro duque, que escucha el relato de Sancho, le pregunta que “allá entre esas cabras [habrá] algún cabrón”. Es decir, el macho de las cabras y, por extensión, ‘el que consiente el adulterio de su mujer’, o es mala persona o ‘rufián’. La respuesta de Sancho es tajante: “No, señor, pero oí decir que ninguno pasaba de los cuernos de la luna”. El episodio tiene lugar en el palacio de los duques de Villahermosa. ¿Es este “ninguno” una sutil referenca al aristócrata mujeriego y disoluto?


Cierto. La sexualidad de la cabrilla y del macho que la cubre, en forma de ciervo, venado, macho cabrío, etcétera, está asentada en la tradición medieval de bestiarios y en el folclore paneuropeo. Y no menos el juego de palabras asociado con oficios y relaciones sexuales entre hombre y mujer.  Tal el del molinero (moler, harina, semen), el del herrero (fragua, yunque, carbón, machacar). Un caso: la cancioncilla “Si te casas con herrero, / carita de serafín, / con el golpe del martillo / no te dejaré dormir”.

Pero el deseo de Sancho, “entretenerse un rato con las cabrillas” va más lejos. Tal vez, una velada referencia a ciertas prácticas eróticas de los pastores: masturbación, bestialismo. El verbo entretenerse delata, en la época de Cervantes, un sentido ambiguo, pícaro. Porque las “cabrillas” es también un eufemismo por las partes sexuales masculinas. De ahí que el buen Sancho lograse entretenerse en solitario con sus cabrillas. Asombra la polisemia del término. Y así lo confirma la siguiente canción: “Una vez que fui cabrero / debajo de tus enaguas, / como estaba el monte cerca / se me escaparon las cabras”. 


Al final es Sancho el que navega por el mundo que don Quijote ya no puede imaginar. Y si Raymond S. Willis asienta la pervivencia de Sancho como personaje burdo, grotesco, de “limitada inteligencia, aunque no corto de sagacidad natural”, bufón en esencia, confirma una vez más su modernidad. Su quijotización, en palabras de Salvador de Madariaga, nunca se completa: ni es lector, ni gobernador con éxito, ni político, ni mártir por una causa, ni abogado de mujeres rechazadas.

Sus azotes terminan en la corteza de un alcornoque (traslación por “espaldas”), y su abierto divagar al final del texto, que don Quijote cierra con su muerte, configura la sublimación de otro espacio, ya dentro del discurso (el realismo) que mejor le pertenece: pastor de unas cabrillas con las que de nuevo, así en la vida real y en la imaginada, pudo “entretenerse”. 
Parada de Sil.

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